El convulso siglo XIX trajo aparejado para nuestro país grandes cambios a nivel político, económico, social y cultural y un número importante de transformaciones en su fisonomía cuyos gérmenes pueden ubicarse en los reacomodos propios de la sociedad y en los anhelados procesos de modernización.
Una vez lograda la independencia de la corona española se fue desarrollando en nuestro país una incipiente industria que pretendía, por un lado, satisfacer, en cierta medida, el mercado que hasta entonces habían dominado los productos españoles y, por el otro, ir reemplazando a los talleres, obrajes y batanes de producción artesanal. Fue así como apareció la industria fabril textil que en comparación con el contexto latinoamericano tuvo un parto relativamente temprano (años treinta) y que pronto se convirtió en la principal industria de transformación teniendo como base la producción de tejidos de algodón baratos, de lana, hilaza e hilo. A pesar de que muchos de los capitales para la implantación de fábricas eran extranjeros (por el alto costo que representaba la importación de maquinaria y personal capacitado) desde temprano se evidenció la necesidad de proteger los productos nacionales por lo que se establecieron gravámenes a los paños importados que se transformarían en préstamos para fomentar el sector. Para tales fines se creó el Banco de Avío, a instancias del eminente político, empresario e historiador don Lucas Alamán, en 1830. Desde ese mismo año el impulso a la industria de hilados y tejidos fue contundente estableciéndose fábricas en la ciudad de México, Tlalnepantla, Puebla, Cuencamé, Tlaxcala, León, Celaya y Querétaro, extendiéndose la fiebre industrialista en los años siguientes a prácticamente toda la República. A pesar de las dificultades (necesidad de importar maquinaria y mano de obra, falta de carbón en la región, incipiente burguesía industrial y comunicación regional, etc…) la industria tuvo un desarrollo acelerado durante las primeras décadas de vida independiente pudiéndose contar 99 fábricas en el año de 1877. Como era de esperarse, por su cercanía con los centros financieros y de poder, la ciudad de México y sus alrededores fueron de las zonas más “favorecidas” por el sector.
Aunque algunas fábricas generaban la energía necesaria para su operación a partir de la tracción animal o la fuerza humana, generalmente se aprovechó el caudal de los ríos y su fuerza motriz hidráulica por lo que muchas fueron colocadas en sus márgenes. Fue por ello que, entre otras zonas del sur de la capital del país, Tizapán, uno de los once pueblos que formaban la cabecera municipal de San Ángel, se desarrolló como un núcleo fabril importante pues se veía beneficiado por los raudos caudales de una cascada del río Magdalena. Fue ahí donde se levantó, desde el siglo XVIII, la fábrica de papel Nuestra Señora de Loreto (después conocida como Loreto y Peña Pobre, ahora convertida en centro comercial) y, ya en el s. XIX, las célebres fábricas textiles La Abeja, La Alpina y La Hormiga, muy próximas entre sí.
óleo sobre tela, 70 x 92 cms.
Museo Nacional de Arte.
Resulta evidente que la introducción de estas factorías, con sus masivos edificios y sus elevadas chimeneas cambió la fisonomía en las periferias de las ciudades diseñándoles un perfil “más moderno” que muchos deseaban dar a conocer dentro y fuera de nuestras fronteras. José María Velasco, el gran paisajista del s. XIX, fue un gran promotor de esta imagen renovada de nuestro país. Son famosas, por ejemplo, sus pinturas de ferrocarriles penetrando o emergiendo de la selva mexicana o sus paisajes en los que combina la agreste vegetación con edificios fabriles modernos. Tal es el caso de este espléndido óleo titulado El Cabrío de San Ángel, realizado en 1863, donde precisamente puede observarse el masivo edificio que albergaba a la fábrica La Hormiga (ubicada en las inmediaciones de donde hoy se encuentra la clínica 8 del IMSS sobre la calle Río Magdalena), caracterizado por su chimenea, desplantarse sobre uno de los márgenes de la cascada del río, rodeada de imponentes árboles que compiten en monumentalidad con la construcción artificial.[i] En esta pintura, como será característico de la producción de Velasco, la creatividad se combina con la observación minuciosa y la majestuosidad converge con el tratamiento riguroso de los detalles (evidentes en ramas, hojas, rocas o personajes), develando el espíritu romántico y el conocido afán científico del autor. De este modo, en su obra se revela su formación académico-artística y sus estudios científicos sobre la fauna, la flora y la geología mexicanas pues anterior a su introducción a la Academia de San Carlos, Velasco estudió la carrera de agrimensor y nunca dejó de prepararse en diversas especialidades científicas. A nivel iconográfico merece la pena resaltar que, ocupando un primer plano y como contrapeso visual de los masivos muros, un enorme maguey, elemento de identidad geográfica, indica la ubicación de la escena mientras un pastor que guía a sus cabras incorpora la imagen bucólica de un México rural cediendo gentilmente territorio a la modernización.[ii]
Me parece importante señalar que ésta es una segunda versión de otra pintura realizada dos años antes:
óleo sobre tela, 70 x 92 cms.
Museo Nacional de Arte.
A pesar de que en ambas, la posición del pintor y la manera en la que éste distribuye la composición es similar, resaltan a la vista, además de la divergencia en ciertos detalles en los que ahora no repararemos, algunas diferencias fundamentales: en esta primera composición el caudal del río es apenas visible mientras que las figuras del maguey, el pastor y las cabras simplemente no existen. Para entender tales diferencias y la introducción en el segundo cuadro de estos elementos tal vez valdría la pena recordar que en 1863 México, invadido por los franceses, vivía una regencia extranjera paralela al gobierno de Benito Juárez. Tal como se señaló cuando se trató el cuadro de Luis Coto La Fundación de México Tenochtitlan, del mismo año que la pintura que nos ocupa, ello provocó que en la Academia de San Carlos se promovieran los contenidos que proyectaban la imagen de una nación floreciente, de célebre historia y con una geografía particular. Dicha temática fue auspiciada, entre otros, por el profesor de paisaje Eugenio Landesio que entonces parecía querer restaurar su imagen de la acusación del gobierno juarista que lo acusaba de simpatizar con la intervención.
En esta pintura, al abrazar la sólida mole fabril en un ámbito silvestre reconocible, Velasco no solamente comunicaba al espectador los cambios que experimentaba la ciudad de México con la introducción de los avances tecnológicos, sino que en su contrastante encuentro entre tradición y modernidad pretendía expresar y difundir un incipiente orgullo nacionalista y su deseo de proyectar un México que se integraba al camino del desarrollo.
Valgan estas pequeñas notas como un humilde homenaje a José María Velasco (1840-1912), uno de los más grandes paisajistas que ha dado nuestro país, en el centésimo aniversario de su muerte.
[i] Es probable que uno de los motivos por los que Velasco se interesó en retratar el mundo fabril textil sea el que provenía de una próspera familia de tejedores y que a muy corta edad, al quedar huérfano de padre, se vio obligado a laborar en el negocio de sus tíos: una rebocería en el mercado del Volador. No obstante, a partir de 1861 Velasco realizó varias excursiones a la zona de San Ángel que dieron origen a varias pinturas de la zona como Río San Ángel y Puente rústico de San Ángel, además de las arriba mencionadas.
[ii] En el s. XIX, por sus cultivos de flores y su agradable clima, Tizapán servía también de área de solaz para los habitantes de San Ángel quienes organizaban ahí sus días de campos. Gente de los más distintos estratos sociales convivía en Tizapán y muestra de ello son estas célebres notas que escribiera don Manuel Payno, célebre habitante de San Ángel: “En las tardes paseamos a Chimalistac, o a Tizapán y al Cabrío. Las señoras en burro, los hombres a pie o a caballo, y los músicos atrás de la caravana, para improvisar un baile debajo del primer grupo de árboles que encontrasen al encumbrar la montaña. No hay para qué decir que los tamalitos cernidos, el atole de leche y los chongos son todavía el elemento indispensable de estos paseos, en los que el amor, con todos sus graciosos y multiplicados incidentes tomaba una parte activa; no pocos casamientos se concertaron en el Cabrío y en huertas frescas y floridas de Tizapán.”
Como documento pictórico de estos encuentros tenemos una lámina de Castro, Ramírez y Campillo para el famoso álbum ilustrado México y sus alrededores en la cual los caballeros ayudan a las damas a transitar en la ribera del afluente.