Marisol Pardo Cué.
Nunca,
tampoco en las utopías lecorbusianas,
la
ciudad es un espacio neutral, siempre provoca
emociones
y, en el nivel más profundo, propicia la
definición
controvertida de identidad a través de
significados
espaciales y arquitectónicos. La ciudad
es
un cosmos simbólico, un teatro para la educación
humana,
una escuela del amor. Su rostro, maquillado
o
rudo, su cuerpo, bien proporcionado o descompuesto,
estimula
la integración emocional.
Peter Krieger.
A mediados del siglo XX las
grandes ciudades de nuestro país eran percibidas por un sector amplio de su
población como conglomerados de laberintos y tugurios que se acumulaban de
manera escandalosa en la densidad y el caos de las urbes. Fue por ello que
desde el gobierno se alentó la creación
de núcleos urbanos, enclavados o aledaños a ellas, que contaran con una
planificada organización racional en donde la vida pudiera fluir de una forma
mucho más ordenada y controlada.[1] Al
poder cubrir la demanda de un número determinado de habitantes, su expansión
estaría muy limitada por lo que sería necesario ir replicándolos conforme así
se requiriese. En el caso de la ciudad de México, uno de los principales
responsables del diseño de este desarrollo urbano fue el connotado arquitecto
Mario Pani quien aquí se enfrentó a las patologías propias del acelerado
crecimiento poblacional (carencia de servicios, reducción del espacio, aumento
del tráfico vehicular, etc.).[2]
Ciudad Satélite[3] fue
pensada como una de estas metrópolis periféricas que por su ubicación apartada
fue proyectada para alojar a un grupo específico de familia burguesa
beneficiada por el boom económico e industrial del alemanismo, a la que se
ofrecía un lugar exclusivo. Inspirada en los suburbios ingleses, su destino
sería fungir como una zona residencial suburbana prácticamente autosuficiente,
conectada a la ciudad madre por una carretera. Dentro, su sistema de circulación
en circuitos de un solo sentido y su oferta de múltiples servicios dotaría al
conjunto de un gran dinamismo propio de la vida moderna concretada en el american way of life y su culto por el
automóvil y los electrodomésticos.[4]
Para
el diseño de la puerta de acceso a esta nueva urbe (y también para la de salida
que nunca se realizó) Pani concibió una gran explanada pues juzgaba necesario
fomentar espacios de reposo, convivencia, recreación y reflexión de sus
habitantes, un recinto donde se propiciaría la germinación de una “nueva”
sociedad más moderna.[5] Para
hacerla invitó al arquitecto tapatío Luis Barragán quien a su vez recurrió a sus
amigos Mathias Goeritz, con quien ya había colaborado en proyectos afines[6] y
el pintor Chucho Reyes Ferreira. Su diseño se fundamentó en lo que estos
consideraban “arquitectura emocional”[7]
(en franca oposición al frío funcionalismo imperante) y consistía en el
levantamiento, al centro de una plaza monumental, de siete cuerpos prismáticos
de base triangular cuya escala colosal mostrara, en palabras de Pani: “ese
propósito incoercible del hombre que trasciende en las grandes cosas que
parecen inútiles, pero que representan la presencia del espíritu y de la
dignidad en las obras humanas.”[8] Los
propósitos inherentes al proyecto parecen coincidir con los que años más tarde,
en 1968 y con motivo de la olimpiada cultural, Goeritz estableciera para los
símbolos de las esculturas que poblarían la llamada “ruta de la amistad” en el
periférico sur: “unidad, mundo nuevo y moderno, paz y elevación.” [9]
Desde
sus inicios, la torre había servido a la humanidad para asombrar y conmover
concentrando en sí un gran número de significados diversos que iban desde la
protección y la unión (era tradición en muchas culturas que las poblaciones se
reunieran en torno a las torres de sus edificios públicos y religiosos) hasta
el prestigio y el dominio pues para muchas sociedades mientras más grande su
torre mayor el poder político, económico y religioso que detentaban. Esto era
clarísimo en el caso de dos de los modelos que más interesaron e influyeron en Barragán
y Goeritz: las torres medievales de San Gimigniano en la Toscana y los
rascacielos de Nueva York.[10] Por
todas estas características y cualidades, la torre resultaba un elemento idóneo
para alcanzar el doble objetivo fijado por Pani y perseguido por los artistas,
a saber, el emocional y espiritual por un lado y el comercial por el otro. De
este modo, mientras presumía ser “un reflejo del estado espiritual del hombre
en su tiempo”[11]
y un elemento que posibilitaba la experiencia de lo sublime en el espectador al
arrastrar su mirada hacia la infinitud de las alturas[12], su extenso uso publicitario hizo de ellas un
elemento cada vez más identificado con la vida moderna y el american way of life. De hecho, su
silueta fue reproducida en un sinnúmero de anuncios publicitarios que ofrecían
desde coches, discos y máquinas de escribir (artículos identificados con la
vida moderna), hasta un nuevo estilo de vida mucho más libre, práctica y lujosa,
análoga a la del vecino país del norte.[13]
Esta paradoja, sin
embargo, no debe llevarnos a olvidar el propósito emocional del proyecto
original de sus autores y tal vez hasta su intención crítica. En este sentido
Daniel Garza Usabiaga sugiere que la recurrencia a las torres en una época en
que se encontraban en franco desuso, llevaba intrínseca un juicio crítico sobre
la sociedad moderna y su encumbramiento de los ideales racionalistas,
individualistas y mecanicistas. A la vez ruinas (San Gimigniano) y rascacielos
(Nueva York), las torres tendrían implícito un afán restaurador propio de la
arquitectura emocional pues ”un estilo de vida sereno, una sociedad orgánica,
la noción de lo espiritual y la reflexión introspectiva son algunos de los valores
e ideales tal vez precapitalistas y premodernos que la arquitectura emocional
intentaba recuperar en el marco de su crítica latente.”[14] Goeritz, incluso, se refirió a las torres como
una “oración plástica”.[15]
Para Karla Sánchez: “Todos los anhelos de esperanza, paz, libertad, podían ser
vaciados en esas torres pues, gracias a la forma y dimensiones de las mismas,
las plegarias podrían ascender al cielo.”[16]
Originalmente y por
motivos cabalísticos, los autores habían planeado construir siete torres de
concreto armado y planta triangular cuya altura oscilara los 200 metros.[17] Por
cuestiones económicas, éstas fueron reducidas a cinco de 37 a 57 metros (se ha
especulado que esta medida fue elegida en referencia del año de su construcción
-1957). También, en un primer proyecto estarían ubicadas en una explanada de
tres plataformas cubiertas de pasto conectadas por escaleras, en una de las
cuales se colocaría un espejo de agua. Finalmente éstas quedaron reducidas a
una plaza oval sin pasto ni espejo de agua. Otra de las alteraciones que sufrió
el proyecto original fueron el color y algunos accesorios. A pesar de que en un
principio se había dispuesto que todas fueran pintadas en distintas gamas de
rojo se decidió que solamente una llevaría ese color, otra sería amarilla y el
resto blancas (aunque poco tiempo después también se cubrió una de estas de
color azul).[18]
Además, para dotar de sonoridad al conjunto, se planeó instalar una serie de
flautas y silbatos en lo alto de las torres que sonarían con el viento. Esto,
sin embargo, también fue suprimido por los promotores.[19]
Todas estas
características originales nos hablan de una obra regida por el ideal de la
“integración plástica” y su perfecta armonización del espacio arquitectónico
con el escultórico y el pictórico desde el origen.[20]
Tal como apuntó Peter Krieger: “Como expresión espacial de su manifiesto de la ‘arquitectura
emocional’, Mathias Goeritz creó un Gesamtkunstwerk
[obra de arte total]: una síntesis de las artes espaciales para evocar el uso
de los sentidos visuales acústicos y motrices para disolver los límites entre
las artes y la vida.”[21] De
hecho, uno de sus propósitos era hacer visible el propio proceso de construcción
de la obra exaltando las cualidades físicas y el proceso de transformación de
su “alma” y materia prima: el concreto armado, un material considerado propio
de la vanguardia arquitectónica de entonces. En consecuencia, en la escultura
son visibles una serie de estrías horizontales, obtenidas con la duela que
formaba la cimbra del concreto, que otorgan a la obra una peculiar textura y
que contrastan con la marcada verticalidad del conjunto.
Su estilo estaría ligado no sólo a la
espiritualidad del suprematismo ruso y a la emocionalidad del expresionismo
alemán sino también al arte cinético. A pesar de que estaba pensada para
enclavarse en una gran plaza y por tanto para ser percibida en toda su
majestuosidad en una contemplación prolongada y estática, su colocación en la
intersección de una vía rápida debía prever su observación dinámica y fugaz
desde el automóvil por lo que sus creadores se propusieron originar con ella
ciertos efectos ópticos de movimiento. De hecho, la percepción que de ellas se tiene,
tanto de sus dimensiones como de su forma y colorido, varía mucho dependiendo
de la distancia, el ángulo y la hora del día en que se les observe,
transformándose rápidamente a medida que uno se acerca o se aleja de ellas.[22]
Su novedosa concepción del espacio y del tiempo escultórico aludía a las
novedosas concepciones espacio-temporales del hombre moderno.
Por su consolidación
como una marca urbana emblemática y por sus afanes espirituales y modernistas,
las Torres de Satélite pronto lograron apuntalar su carácter de símbolo
colectivo de identidad entre los residentes de Ciudad Satélite que hasta la
fecha se sienten orgullosos de su comunidad y de “sus torres” consideradas
representación de su propia personalidad: moderna y espiritual a la vez. Ello fue
manifestado por el propio Barragán quien en una entrevista dijo:
Hemos buscado que la
expresión plástica de esta entrada tenga el suficiente carácter para quedar
impresa en la memoria de los que la contemplan. Causar una impresión de belleza
es una necesidad para la mente humana. En esa plaza quisimos simbolizar, con
arquitectura abstracta, el pensamiento espiritual que corresponde a la época.
Una ciudad con un sentido contemporáneo.[23]
Es por ello que ante
el embate de los segundos pisos que han reducido no sólo su escala sino también
su visibilidad desde varios puntos de vista, un grupo de vecinos y destacadas
autoridades, interesadas por el resguardo de su protección y preservación
promovieron la consideración de las torres como Monumentos Artísticos, lo que
fue decretado el año pasado por la Secretaría de Educación Pública.
Marca urbana, signo
plástico de una zona de la ciudad, escultura monumental, símbolo y comentario
de la modernidad, detonador de emociones, vínculo con lo sagrado, emblema de identidad, todo esto pretenden ser
las Torres de Satélite, una de las obras de arte mexicano más visibles y
reconocibles por todos los que habitamos la ciudad de México. Con el retorno de
la torre monumental (o estela según algunos) en el escenario de la ciudad de
México habrá que preguntarse por su pertinencia, su trasfondo ideológico, su
propuesta estética, su simbolismo implícito, sus objetivos y por sus efectos en
la vida práctica y emocional de la gente; en una palabra, por su dignidad… Pues
¿no hubiera sido preferible aderezar los grandes festejos del 2010 con obras
encaminadas a resolver algunos problemas urbanísticos y sociales de nuestra
gran capital en vez de gastar tan escandalosas sumas en una que sólo sólo trajo
a las autoridades en turno enormes problemas y cuestionamientos?
Librero del Colectivo NE
Timbre
conmemorativo.
[1]
Peter Krieger, “Desamores a la ciudad. Satélites y enclaves”, en Amor y desamor en las artes. XXIII Coloquio
Internacional de Historia del Arte, México, Universidad Nacional Autónoma
de México – Instituto de Investigaciones Estéticas, 2001, pp. 596 y siguientes.
[2]
Daniel Garza Usabiaga, “Las torres de Satélite: ruina de un proyecto que nunca
se concluyó” en Análes del Instituto de
Investigaciones Estéticas, vol XXXI, núm 94, 2009, México, Universidad
Nacional Autónoma de México, p. 133. Para conocer las aportaciones de Mario
Pani al desarrollo urbano de la ciudad de México vid Louise Noelle, “Mario Pani, una visioón moderna de la ciudad”
en Peter Krieger (ed.), Megalópolis. La
modernización de la ciudad de México en el siglo XX, México, Universidad
Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, Instituto
Goethe, 2006.
[3]
Pero también la Unidad habitacional Nonoalco-Tlaltelolco, la Colonia Jardines
del Pedregal, el conjunto residencial Las Arboleas o la propia Ciudad
Universitaria, entre muchos otros.
[4]
Sobre la atomización de la ciudad provocada por este tipo de soluciones Krieger
comenta: “Con esos mega-proyectos de los años cincuenta y sesenta, la ciudad de
México se disolvió en sistemas cerrados, sin conexión viva, sin el metabolismo
necesario que permite sobrevivir al cuerpo de la ciudad. [Su imposición] al
ambiente urbano tradicional, prototípicamente expresó la unidimensionalidad de
las soluciones tecnócratas, que sólo se ocupa de problemas y sectores
manejables de la sociedad, negando su complejidad.” Ibid, p. 598. La dispersión espacial alentada por las nuevas
ciudades dentro de la antigua ciudad provocó también una creciente segregación
social de la población.
[5]
Daniel Garza Usabiaga, op. cit., p.
131.
[6]
Tal es el caso del conjunto residencial Jardines del Pedregal de San Ángel para
el cual Goeritz hizo la abstracción escultórica de una serpiente a la que llamó
El animal que también recibía al visitante
en la plaza de acceso al conjunto y que simbolizaba a la fauna propia de la
zona marginada por la acción humana.
[7]
Para conocer más el interés y las consideraciones de Mathías Goeritz al
respecto vid. Daniel Garza Usabiaga, Mathías Goeritz y la arquitectura emocional,
una revisión crítica (1952-1968), México, Vanilla Planifolia, 2012.
[8]
Citado en Daniel Garza Usabiaga, op.
cit., p. 139.
[9]
Graciela Schmilchuk, “Ritmos espaciales: escultura urbana, en Peter Krieger
(ed.), Megalópolis. La modernización de
la ciudad de México en el siglo XX, México, Universidad Nacional Autónoma
de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, Instituto Goethe, 2006, p.
164.
[10]
Tanto Goeritz como Barragán y sus críticos reconocieron con frecuencia a estas
“torres” como objeto de inspiración para las de Ciudad Satélite. Peter Krieger,
“Las torres de Ciudad Satélite en México. Potencial simbólico y actualidad
conceptual del arte urbano de Mathias Goeritz”, en Paisajes urbanos. Imagen y memoria, México, Universidad Nacional
Autónoma de México – Instituto de Investigaciones Estéticas, 2006, pp. 185-187.
[11]
Tomado del Manifiesto de la arquitectura emocional de Mathías Goeritz y citado
en Peter Krieger, “Las torres de Ciudad Satélite en México…” op. cit., p. 199.
[12]
Según el propio Goeritz: “las obras muy grandes tienen siempre una intención y
un resultado cósmicos; articulan una relación entre la tierra y el resto del
universo.” Mario Monteforte, Conversaciones
con Matías Goeritz, México, Siglo XXI Editores, 1993, p. 108. De hecho, se
sabe que uno de los proyectos frustrados de Goeritz era el de erigir un grupo
de torres, o formas primarias gigantes de ciento cincuenta a trescientos metros
de altura en las carreteras norte sur y oriente poniente del país. Graciela
Schmilchuk, “Ritmos espaciales: escultura urbana” op. cit, p. 163.
[13]
Peter Krieger, “Las torres de Ciudad Satélite en México…”, op. cit.
[14] Daniel
Garza Usabiaga, op. cit., p. p. 150.
[15]
Citado en Karla Sánchez Zepeda, Una
selección de escultura urbana y monumental contemporánea en la ciudad de
México, Tesis de licenciatura en Historia del Arte, México D.F, Universidad
Iberoamericana, 1998, p. 39.
[16] Ibidem.
[17]
Larissa Pavlioukova y Adrián Soto han hecho referencia en el mensaje oculto del
simbolismo numérico presente en la obra de Goeritz en El tema de la torre en la
obra de Matías Goeritz” en Ida Rodríguez Prampolini y Ferruccio Asta (eds.), Los ecos de Mathías Goeritz. Catálogo de la
exposición, México, Antiguo Colegio de San Ildefonso/Universidad Nacional
Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1997.
[18]
En 1968, con motivo de las Olimpiadas, todas las torres fueron pintadas en
diferentes tonos de rojo, tal cual había sido el deseo original de Goeritz pero
en 1989 volvieron a retomar sus primeros colores.
[19] Daniel
Garza Usabiaga, op. cit., pp.
140-141.
[20]
Alejandrina Escudero y Ricardo Pedroza, “La integración plástica: un arte a la
mitad del siglo”, en Escultura Mexicana.
De la Academia a la Instalación, México, Landucci Editores, Conaculta-Inba,
2001, pp. 249-266.
[21]
Peter Krieger “Las torres de Ciudad Satélite en México…”, op. cit., p. 199.
[22]
El artículo de Peter Krieger arriba citado incluye una magnifica compilación de
los referentes estilísticos y conceptuales que Goeritz utilizó en este
proyecto.
[23]
Citado en Alejandrina Escudero y Ricardo Pedroza, “La integración plástica…”, op. cit., p. 261.