Marisol Pardo Cué.
Este 13 de agosto se conmemoraron
492 años de la Conquista de México. Cuentan algunos cronistas que fue en un día
nublado y triste, cuando, después de una prolongadísima resistencia, Cortés
logró hacer prisionero a Cuauhtémoc, último gobernante de los mexicas. A pesar de que sólo asumiera el poder un año
antes de la caída de México-Tenochtitlan y de que los datos sobre su biografía
sean más bien borrosos, su figura sirvió desde temprano y hasta nuestros días
como símbolo de una gran diversidad de sujetos, objetos y conceptos y como
bandera de las más diversas causas. En la ciudad de México, en la emblemática
avenida Reforma, es el personaje que hasta nuestros días representa la época
prehispánica y esta elección no fue sino producto del peso que el tlatoani fue
adquiriendo a raíz de la independencia de nuestro país[1].
Es por ello que en este artículo me gustaría resaltar solamente, los múltiples
significados que los liberales mexicanos del siglo XIX le otorgaron hasta
volverse, en el porfiriato, el símbolo de algunos de los constructos
fundamentales de la nacionalidad mexicana: la raza, la patria y la soberanía.
El monumento referido, así como otras obras de arte plástico que protagonizó en
el periodo, me servirán como fuente y ejemplo de ello.
Durante el
proceso de construcción de la “historia nacional” que se fue elaborando en
México durante el siglo XIX, una vez lograda la independencia del dominio
español, las figuras de los “héroes” se tornaron fundamentales. Su importancia
radica no sólo en su constitución como referentes de pertenencia, actores
fundacionales, sino como integrantes de las nuevas hagiografías que
proporcionarían a los ciudadanos un nuevo catecismo donde buscar valores y
pautas de conducta cívica. Estos “santos laicos” confiscaron a los antiguos
mártires muchas de sus pretendidas cualidades para su mayor culto y veneración.
Así lo expresó Vicente Riva Palacio en la alocución, que cual sermón, realizó
como orador oficial en las conmemoraciones de la Independencia en el
emblemático año de 1867: “… la libertad necesita mártires: su sangre debe caer
como rocío benéfico sobre la tierra, y de su sepulcro deben brotar los
laureles, a cuya sombra los pueblos emancipados o redimidos escriban
tranquilamente sus instituciones…”[2]
De este modo,
y tal como ya lo ha resaltado Jaime Cuadriello, la trascendencia de la figura
del héroe radica en que además de servir de puente emotivo entre el sujeto y su
“patria” o “nación”, a ellos suele atribuirse la paternidad de sus tradiciones,
normas y sistemas jurídicos y de gobierno. Así, aunque su condición resulte
mudable y acomodaticia en relación a quien los use para transmitir sus propios
mensajes, resultan también necesarios pues en su figura “se catalizan las
autoproyecciones sociales y políticas, de clase o raza, de género o edad, de
todos aquellos que se dicen sus herederos.”[3]
En el por
demás caótico siglo XIX, etapa de crítico intervencionismo y lucha contra las
ambiciones extranjeras, su figura resultó imprescindible para la conformación
del imaginario nacional mexicano pues provocaban una devoción religiosa de
fácil arraigo, convocaban a la defensa y al patriotismo y se convirtieron en el
vínculo entre un pasado mitificado y el futuro idealizado. A pesar de la
pretendida paz alcanzada durante el porfiriato, esta necesidad no mermó pues
entonces se hizo urgente vincular al presidente con los antiguos defensores de
la patria en aras de validar la continuación de su mandato. Como ejemplo de lo
anterior tenemos el inusitado furor que se dio, sobre todo a finales de siglo,
por localizar los restos y pertenencias de los próceres nacionales para su
exhibición en público como reliquia y su traslado a otros lugares más dignos de
su honra[4].
No obstante
que desde finales del siglo XVIII algunos intelectuales criollos decidieron
buscar en el pasado prehispánico el origen de nuestra historia, la
consolidación de Cuauhtémoc como héroe nacional no se realizó sino hasta la
segunda mitad del siglo XIX, tras la guerra con los Estados Unidos en 1846. Fue
entonces cuando su memoria se instaló en los debates acerca de la cuestión
indígena y el futuro de la nación. Mientras que eminentes historiadores
conservadores mexicanos como Lucas Alamán y Joaquín García Icazbalceta o
norteamericanos como W. Prescott, consideraron la Conquista como el gran acontecimiento
originario del Nuevo Mundo, atribuyendo a Cortés su paternidad; para los
historiadores liberales como Lorenzo Zavala, José María Luis Mora, Manuel
Orozco y Berra o Ignacio Manuel Altamirano, Cuauhtémoc podía ser considerado
como el impecable guardián del México prehispánico, el “defensor de la patria
antigua” y su tortura y muerte debía ser comprendida como la máxima expresión
de los abusos del sistema colonial.[5]
De este modo, mientras que los conservadores iban dando forma a su propio
panteón de héroes nacionales con Cortés e Iturbide a la cabeza, los liberales
hacían lo propio pero enalteciendo a Cuauhtémoc, Hidalgo y Morelos como los
nuevos mártires laicos.
Tras la
expulsión de las tropas francesas del territorio y el fusilamiento de
Maximiliano, una vez restaurada la República por los liberales, se erigió el
primer monumento público a Cuauhtémoc, obra del escultor Manuel Islas. Fue
inaugurado el día 13 de agosto de 1869, justo en el aniversario de la caída de
Tenochtitlan, por el entonces presidente Benito Juárez, quien ya había hecho
pública su identificación con el tlatoani[6].
Se ubicó en el paseo de la Viga, la principal arteria de la ciudad que
conectaba la zona sur con su corazón y que con sus chinampas evocaba el México
prehispánico. La importancia otorgada a esta obra pública pudo constatarse
desde su fastuosa inauguración a la que asistieron, además del presidente, todo
el gabinete, el gobernador y los miembros del ayuntamiento. En los costados de
la base del busto podía leerse, en español y náhuatl: Al último monarca azteca, a Guauctimoctzin, heroico en la defensa de la
Patria, sublime en el martirio.[7]
Este monumento, que servía como homenaje a los soldados caídos durante las
reyertas contra franceses y norteamericanos, mitificaba y santificaba al héroe,
invitando al patriotismo, a la unidad nacional y a la defensa a ultranza del
país[8].
El mensaje bilingüe en el pedestal pretendía validar al gobierno republicano y
liberal como el heredero político del antiguo régimen prehispánico (que al
igual que él había combatido a las potencias extranjeras) y el unificador de
los intereses de la población.
De este modo,
desde este primer homenaje público a Cuauhtémoc, se enarboló su figura como el
símbolo de la soberanía y de la resistencia popular ante la amenaza extranjera
y por ello su culto fue respaldado por el grueso de los liberales quienes
tendieron a contrastar su persona con la de Moctezuma a quien se
responsabilizaba de la Conquista a causa de su superstición y cobardía
(defectos que muchos imputaban a la “raza” indígena y que eran condenados como
vicios imperdonables).[9]
La imagen y
alterado recuerdo del tlatoani fue propagándose en múltiples soportes, tal como
sucedió en las biografías que Manuel Payno o Eduardo Gallo le hicieran,
respectivamente, para El Libro Rojo de
1871 o los Hombres ilustres mexicanos publicada
entre 1873 y 1875; ambos libros, resultado de las nuevas hagiografías con que
se dotó al estado de próceres republicanos. En sus ilustraciones se difundía el
protagonismo de Cuauhtémoc en la lucha y el martirio en las escenas de batalla
y tormento.
Su figura
pronto se identificó como la del primer mártir defensor de la soberanía y como
tal fue la primera que se realizó expresamente para adornar el paseo de la
Reforma, el gran mausoleo histórico programado para celebrar la memoria de
aquellos que con su vida habían defendido la “soberanía nacional”[10].
El monumento a Cuauhtémoc, cuya escultura fue realizada por Miguel Noreña, es
el resultado de un concurso convocado en 1877 por las autoridades mexicanas
encabezadas por Porfirio Díaz y Vicente Riva Palacio que tenían pensado hacer
de la avenida una gran galería de próceres que aportaran los referentes
visuales de la gran gesta nacional. En ciertos puntos del trayecto se proyectó
levantar diferentes esculturas que servirían como monumento a los héroes
considerados emblemáticos de cada batalla y como altares conmemorativos a la
patria. Como principal personaje representativo de la época prehispánica, aquel
que después del reciclado Colón abría el recorrido, se eligió a Cuauhtémoc por
las virtudes de valentía, constancia, nobleza y estoicismo necesarias para su
ardua defensa del “México antiguo”[11].
No es mi intención analizar aquí los pormenores y resultados del concurso ni
hacer un análisis iconográfico del monumento[12],
pero sí destacar que su inauguración se fijó para el día 21 de agosto de 1887,
fecha ominosa que pretendía recordar su tormento –cuya escena, junto con la de
la presentación de Cortés (obras de Gabriel Guerra y del mismo Noreña
respectivamente), se plasmó en los paneles del pedestal. Ello a pesar de la
crítica de algunos que, como Francisco Sosa, señalaron esto como un
contrasentido: hacer una apología del martirio[13].
El ensalzar el carácter sacrificial del héroe puede ser interpretado como una
convocatoria a la unidad nacional por parte de las autoridades y como una
exigencia a los ciudadanos para reforzar su compromiso y lealtad ilimitada con
la nación a pesar del sufrimiento y la muerte. La obra en su conjunto, al
oponer la valentía del vencido a la avaricia e indecencia del vencedor, en los paneles
de la base, también apelaba a las virtudes de virilidad y honorabilidad
exigidas al ciudadano del caótico siglo XIX[14].
Además, como
emblema de la patria, durante los festejos de inauguración, el presidente Díaz
consolidó su identificación simbólica con Cuauhtémoc. Presidiendo la ceremonia
en un trono o icpalli que recordaba
al de los antiguos tlatoanis, escuchaba los poemas y discursos –en náhuatl y
castellano- que alababan a Cuauhtémoc y sus aliados y en los que se ligaba su
defensa de la patria a acontecimientos más recientes como la batalla de Cuautla
de 1812, la de Chapultepec en 1847, la del 5 de mayo de 1862 o la que puso fin
al interregno francés en México en 1867. Las arengas apelaban a la unidad
nacional en torno a la figura del heroico presidente recordando los funestos
acontecimientos que habían arrojado a la antigua “patria” a los puños del
invasor extranjero.[15]
En su discurso Alfredo Chavero recordaba emocionado:
Solamente
[Cuauhtémoc] comprendía que había una patria común para todos y que todos
debían perder; y al verse abandonado se resolvía, ya que triunfar no era
posible, a sucumbir por esa patria ideal… Señor presidente, ha más de tres y
media centurias que el gran Cuauhtemotzin caía en la ciudad de México en poder
de Hernando Cortés, capitán del emperador austriaco Carlos V; y hace veinte
años que, tras cruenta lucha con uno de los descendientes del mismo Carlos V,
recobrabais para la patria la ciudad de México, y se os entregaban presos en el
palacio nacional los soldados austriacos. Vos le habéis dado la revancha a
Cuauhtémoc; de derecho os toca descubrir su estatua.[16]
La retórica
enarbolaba a Díaz como el vengador de Cuauhtémoc y el redentor de la “antigua
patria” mexicana. En la ceremonia, que pretendía reactivar la mítica resistencia,
se proponía otorgar al entonces presidente una herencia ancestral cuasi divina,
justo en el año en que se enmendó la constitución de 1857 para permitirle
instalarse nuevamente en el poder, proclamándose, de este modo, el programa de
un régimen autocrático. En la prensa de oposición se denunció esta manipulación
con algunos cartones como el de Daniel Cabrera (Fígaro) quien en agosto de 1889
publicó su crítica en El Hijo del
Ahuizonte en una estampa titulada Una
fiesta para Cuauhtémoc.
La imagen del
último tlatoani viajó, ya fuera en pintura o como copia de esta efigie, a
diversas exposiciones universales (París 1889, Chicago 1893 y Río de Janeiro
1922) convirtiéndose, por un lado, en embajador distinguido del valor y
honorabilidad del pueblo mexicano y, por otro, en el emblema de una patria
singular, orgullosa de su heroico pasado comparable al de la cultura
grecolatina. De hecho, como ya se ha señalado, el Cuauhtémoc de Reforma asemeja
al dios latino de la guerra Marte lo que se evidencia por su postura clásica
policletiana, su vestimenta en la que el copilli
parece una capa romana y por sus armas: el casco sobre el que se yergue el
penacho y la lanza que reemplazó la macana o el carcaj asociado con el
salvajismo[17].
Los liberales
porfirianos, influidos por la mestizofilia desarrollada a lo largo del siglo y,
después, por las teorías evolucionistas, espencerianas y del darwinismo social
en boga durante el porfiriato y que decretaban la superioridad de las razas
blancas (sobre todo sajonas) sobre el resto[18],
y en un claro afán de conciliar la herencia indígena con la occidental[19],
vieron en Cuauhtémoc el símbolo viable y dicotómico del pasado indígena y del
presente mestizo. Por ello, muchas de sus representaciones iconográficas y
literarias prefirieron poner el énfasis en su blancura. En la biografía que
Manuel Payno escribiera sobre el héroe en El
libro Rojo (para cuya elaboración recurrió a Díaz del Castillo), con el fin
de “ennoblecer” al taltoani, lo describió “gallardo, bien proporcionado”, con
la piel “aterciopelada y más blanca que morena” y una “cabellera, negra como el
ébano”, que hacían de él “el tipo
perfecto y acabado de la raza noble del Nuevo Mundo”[20].
Estas características fueron impresas en el monumento de Miguel Noreña que,
aunque de bronce, dotó al héroe de una faz con rasgos más bien occidentales.
Del mismo modo, en el lienzo que el pintor Joaquín Ramírez pintara para la
exposición conmemorativa del 400 aniversario de la colonización americana
realizado en Chicago en 1893, vemos a un Cuauhtémoc blanco, orgulloso e
inquebrantable, enfrentado cara a cara al conquistador. En ambos casos, me
parece, la figura del último tlatoani sirvió como emblema del mestizo redimido
–valiente e inquebrantable- que, precisamente por ello, encarnaba al ancestro
mítico del presidente Díaz quien, por cierto, también fue sufriendo esta
mutación en sus retratos.
De este modo,
su polivalente significado incluía no sólo el de ser emblema del pasado
prehispánico sino también de la cultura y el pueblo mexicanos, del “orgullo” de
los orígenes de la raza mestiza[21]
y el derecho a la autonomía. En pintura, su vinculación con la patria se
subrayó al relacionarlo con los colores de la bandera (tal como se ve en la
pintura de Ramírez y en la de Izaguirre a continuación). Los liberales tendieron
a trazar una línea continua entre él, Hidalgo, Juárez y el propio Díaz por su
identificación con la patria y por su defensa a ultranza de los intereses
nacionales en continua amenaza ante la codicia extranjera.
Tal fue el
manoseo que sufrió la figura del tlatoani que en 1890 fue usado como patrono de
una de las principales transnacionales mexicanas: la cervecería Cuauhtémoc. Su
etiqueta, con la efigie del paseo de la Reforma, fue realizada justo en 1893 y
una de las estrategias de mercadotecnia fue enviar una reducción del monumento
a la feria de Chicago, la cual recibía al visitante acompañando dos lienzos
sobre el calvario del tlatoani: la mencionada Rendición de Cuauhtémoc de Joaquín Ramírez y El Tormento de Cuauhtémoc de Leandro Izaguirre. Paradójicamente,
Cuauhtémoc se tornó en un símbolo nacional proyectado internacionalmente cuya
sintaxis se incorporó al lenguaje universal colonialista para expresar, a nivel
semántico, la resistencia y negación de esa misma condición[22].
Sin duda, para
el visitante del pabellón de México en Chicago podría resultar un tanto extraño
esta dicotomía simbólica plasmada en el mismo héroe: por un lado orgullo de una
patria singular, por el otro como logotipo de un producto comercial; por un
lado el indígena atormentado y humillado pero inquebrantable, por el otro, el
primer héroe mestizo mexicano.
La difusión de
su imagen como representante de la nación, sin embargo, no estuvo exenta de
polémica y así, mientras prominentes liberales como Ignacio Manuel Altamirano
lo calificaban de “héroe sin mancilla”, algunos conservadores lo relacionaron con
la barbarie y denunciaron su culto como producto de intereses masones, en honor
y remembranza de la antigua adoración del maligno. Como ejemplo de ellos
tenemos a Francisco G. Cosmes quien sostuvo en la prensa una acalorada polémica
al respecto en 1894, declarando en uno de sus artículos titulado “¿Quién fue el
padre de nuestra nacionalidad?”: “…si Cuauhtémoc no fue hijo de la nación
mexicana propiamente dicha, si no fue mexicano, sino azteca, si ningún servicio
prestó a la sociedad de que formamos parte los ciudadanos de esta República, no
se explica cómo es llamado héroe de nuestra patria, mientras que el que dio el
ser a esta patria [Cortés] se le consagra odio eterno”[23].
La controversia
y confusión que causó su figura puede ser considerada como el producto de una
nación que estaba en el proceso de construcción de una imagen, una identidad y
una legitimación que la distinguiera del resto pero que, a la vez, la introdujera en
el concierto de las naciones civilizadas.
[1] A
pesar de que hacia finales de siglo XIX fueron ubicadas, al iniciar el
recorrido, las esculturas de los tlatoanis aztecas Izcoatl y Ahuizotl (los que
con el tiempo fueron llamados indios verdes), realizadas por Alejandro Casarín,
éstas pronto fueron removidas y colocadas en el Paseo de la Viga debido a la
amplia crítica de la época. Tras peregrinar por varios puntos de la ciudad, hoy
se encuentran en el Jardín del Mestizaje en la avenida Insurgentes.
[2]
Versión del discurso publicado en El
Monitor Republicano, en septiembre 20 de 1867. Tomado en José Ortiz
Monasterio, México eternamente. Vicente
Riva Palacio ante la escritura de la historia, México, FCE - Instituto de
Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2004, p. 131. Tal como lo señala
este autor: “Esta visto que las instituciones republicanas que Riva defiende
con tanto ardimiento no pueden prescindir del lenguaje teológico y la historia de
México viene a ser a fin de cuentas otra historia de “redención”, que encaja
perfectamente con la idea del mundo de sus oyentes, netamente religiosa.”, p.
143.
[3] Jaime
Cuadriello, “Para visualizar al héroe: mito, pacto y fundación”, en El éxodo mexicano. Los héroes en la mira del
arte, México, MUNAL-UNAM, 2010, ps.
39 - 41.
[4] Se
pueden buscar algunos ejemplos de esto en Josefina García Quintana, Cuauhtémoc en el siglo XIX, México,
UNAM, 1977, ps. 13-15.
[5]
Andrés Iduarte, “Cortés y Cuauhtémoc: hispanismo e indigenismo” en El ensayo mexicano moderno, t. 2, José
Luis Martínez (ed.), México, Fondo de Cultura Económica, 1984, ps. 268-280.
[6]
Desde 1867, para justificar su decisión de ejecutar a Maximiliano, alegó la
reivindicación del Anahuac, considerándose él mismo como el legítimo heredero
de “mi progenitor Cuatimoctzin” declarando: “heredamos la nacionalidad
aboriginal de los aztecas, y con pleno goce de ella, no reconocemos ni
soberanos, ni jueces, ni árbitros extraños.” Manuel Orozco y Berra, Apuntes para la historia de la geografía en
México, citado en Enrique Florescano, Etnia,
estado y nación, México, Taurus, 1996, p. 382.
[7]
Daniel Schávelzon, “El primer monumento a Cuauhtémoc”, en La polémica del arte nacional en México 1850-1910, México, FCE,
1988, p. 109.
[8]
Esta lectura trágica del tlatoani lo acerca afectivamente pues tal y como lo
apunta José Ortiz Monasterio: “Cuauhtémoc es un héroe trágico, que heredó el
trono cuando ya todo estaba virtualmente perdido, pero aún así se dispuso a
defender a su pueblo, a su familia, a su mujer, de los terribles invasores; la
grandeza de Cuauhtémoc consiste en que peleó del lado de los débiles y esta
postura ética nos afecta hasta la fecha.”, México
eternamente…, op. cit., p. 85.
[9]
Fausto Ramírez da cuenta de cómo en la Academia, los cuadros finiseculares
sobre Moctezuma aludían a esta condición. Vid.,
“México a través de los siglos (1881-1910): la pintura de historia durante
el porfiriato” en Los pinceles de la
historia. La fabricación del estado, 1864-1910, México, MUNAL-BANAMEX-UNAM-IIE-CONACULTA,
2003, pp. 127-128.
[10] A
pesar de que cuando se inauguró la escultura ya existían en el paseo la del
caballito y la de Colón, estas no se realizaron como parte del conjunto,
simplemente se respetó el lugar donde las encontró el porfiriato. El proyecto
original contemplaba realizar en el paseo: las estatuas de Izcóatl y Ahuizótl
(los conocidos como “indios verdes” que después transitarían por varios puntos
de la ciudad hasta ubicarse actualmente en el jardín del mestizaje en Cantera e
Insurgentes), el monumento a Cuauhtémoc, la columna de la independencia y otro
monumento, no realizado, dedicado a los héroes de la Guerra de Reforma y de
Intervención, considerada entonces como “la Segunda Independencia”. En ese
mausoleo, precedidos por Zaragoza figurarían otros héroes entre los cuáles
estaba proyectado el propio Díaz quien, así, se integraría al panteón de los
héroes patrios. Aunque éste último no se realizó, a lo largo de la avenida
fueron incluidas numerosas esculturas de héroes de la Independencia y la
Reforma procedentes de los estados de la República. Para conocer la apasionante
historia del Paseo de la Reforma pueden consultarse diferentes obras como:
Carlos Martínez Assad, La patria en el
paseo de la Reforma, México, FCE, 2005; Angélica Velásquez Guadarrama, “La
Historia patria en el paseo de la Reforma. La propuesta de Francisco Sosa y la
Consolidación del Estado en el Pofiriato”, en Arte, historia e identidad en América. Visiones compartidas, T II,
México, UNAM, XVII Coloquio Internacional de Historia del Arte, 1994 y Patricia
Pérez Walters, “La historia en bronce del Paseo de la Reforma”, en Historia del Paseo de la Reforma, México,
INBA, 1994.
[11]
Aquí cabe resaltar que la devoción de Cuauhtémoc se encuentra estrechamente
ligada a la masonería. Los masones yorkinos, en franca oposición con los
escoceses, fomentaron una iconografía sectaria alrededor de las imágenes y
símbolos aztecas, incluyendo a la figura del tlatoani y hacia el final de la
centuria incluso empezaron a nombrar a sus hijos como Cuauhtémoc incorporando a
este personaje dentro de su calendario festivo. Muchos líderes del movimiento
de Reforma estuvieron activos en la orden incluyendo a Juárez, Ramírez y
Altamirano, al tiempo que Díaz fue un devoto líder masón. Cristopher Fulton,
“Cuauhtémoc awakened” en Estudios de
Historia Moderna y Contemporánea de México, México, UNAM-IIE, n. 35, enero
junio-2008, ps. 15-16, 37.
[12]
Esto ya lo hizo de manera pormenorizada Citlali Salazar en El héroe vencido. El monumento a Cuauhtémoc (1877-19113), tesis de
licenciatura en ciencias políticas y sociales, México, Universidad Nacional
Autónoma de México-Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, 2006.
[13] De
hecho, ese día fue declarado desde entonces conmemorativo para el héroe y cada
año se preparaban actividades en su honor.
[14]
Citlali Salazar, “Cuauhtémoc. Raza, resistencia y territorios” en El Éxodo Mexicano. Los héroes en la mira del
arte, op.cit., ps. 416, 419.
[15]
Los encargados de recitar los discursos, escritos por Francisco Sosa, Eduardo
del Valle y Amalio José Cabrera, fueron Alfredo Chavero y Francisco del Paso y
Troncoso. Una amena síntesis de lo acontecido puede leerse en Citlali Salazar, El héroe vencido. El monumento a
Cuauhtémoc., op. cit., pp. 12-20.
[16]
Alfredo Chavero, et. al., Memorandum
acerca de la solemne inauguración del monumento erigido en honor a Cuauhtémoc
en la calzada de la Reforma de la ciudad de México, México, Imprenta de J.
F. Jens, 1887, pp. 17-19, 39.
[17]
Citlali Salazar, El héroe vencido… op.
cit., pp. 123-124.
[18]
Estas teorías, que tenían su origen en Europa y que pronto se difundieron en
América, sostenían que la raza mejor dotada, más fuerte y más apta era la
blanca. Los científicos mexicanos, sin embargo, apoyados en estudios
antropométricos, sustentaron las teorías de la degeneración de las razas pero
creían en su posible regeneración a partir de la mezcla y la educación. Para
profundizar más sobre el tema vid. Beatriz
Urías Horcasitas, Indígena y criminal.
Interpretaciones del derecho y la antropología en México 1871-1921, México,
Universidad Iberoamericana, 2000.
[19]
El discurso reconciliador puede constatarse, por ejemplo, en el que es
considerado el gran proyecto de historia oficial del porfiriato: el México a través de los siglos dirigida
por Vicente Riva Palacio.
[20]
Manuel Payno, “Cuauhtémoc”, en El Libro
Rojo, México, COACULTA, 2006, p.
44.
[21]
No sólo por su fisonomía. Vicente Riva Palacio, en su novela Martín Garatuza, proclamaba a Cuauhtémoc
como el padre del primer mestizo al procrear con la hija de un conquistador.
Así, era la mezcla de hombre indígena y mujer española (y no al revés como
sucedía con Cortés y la Malinche) la que otorgaba a la nueva raza las virtudes
heroicas necesarias para su legitimación.
[22]
Una prueba más de su paradójica utilización fue el que en 1889 el vapor aviso
usado para la represión de los mayas de Yucatán fuera bautizado con el nombre
de Cuauhtémoc en un intento de validar la tiránica misión, Josefina García
Quintana, Cuauhtémoc en el siglo XIX, op.cit.
, p. 27.
[23]
Para conocer esta controversia dirimida en la prensa vid. Aimer Granados, Debates
sobre España. El hispanoamericanismo en México a finales del siglo XIX, México,
El Colegio de México, Universidad Autónoma Metropolitana Cuajimalpa, 2010,
(colección Ambas Orillas), pp. 237-247.