miércoles, 4 de septiembre de 2013

MÚLTIPLES USOS PARA UN SOLO HÉROE. CUAHTÉMOC: METÁFORA LIBERAL DEL PUEBLO INDÍGENA, DE LA PATRIA MESTIZA Y DE LA SOBERANÍA MEXICANA.


Marisol Pardo Cué.

Este 13 de agosto se conmemoraron 492 años de la Conquista de México. Cuentan algunos cronistas que fue en un día nublado y triste, cuando, después de una prolongadísima resistencia, Cortés logró hacer prisionero a Cuauhtémoc, último gobernante de los mexicas.  A pesar de que sólo asumiera el poder un año antes de la caída de México-Tenochtitlan y de que los datos sobre su biografía sean más bien borrosos, su figura sirvió desde temprano y hasta nuestros días como símbolo de una gran diversidad de sujetos, objetos y conceptos y como bandera de las más diversas causas. En la ciudad de México, en la emblemática avenida Reforma, es el personaje que hasta nuestros días representa la época prehispánica y esta elección no fue sino producto del peso que el tlatoani fue adquiriendo a raíz de la independencia de nuestro país[1]. Es por ello que en este artículo me gustaría resaltar solamente, los múltiples significados que los liberales mexicanos del siglo XIX le otorgaron hasta volverse, en el porfiriato, el símbolo de algunos de los constructos fundamentales de la nacionalidad mexicana: la raza, la patria y la soberanía. El monumento referido, así como otras obras de arte plástico que protagonizó en el periodo, me servirán como fuente y ejemplo de ello.

Durante el proceso de construcción de la “historia nacional” que se fue elaborando en México durante el siglo XIX, una vez lograda la independencia del dominio español, las figuras de los “héroes” se tornaron fundamentales. Su importancia radica no sólo en su constitución como referentes de pertenencia, actores fundacionales, sino como integrantes de las nuevas hagiografías que proporcionarían a los ciudadanos un nuevo catecismo donde buscar valores y pautas de conducta cívica. Estos “santos laicos” confiscaron a los antiguos mártires muchas de sus pretendidas cualidades para su mayor culto y veneración. Así lo expresó Vicente Riva Palacio en la alocución, que cual sermón, realizó como orador oficial en las conmemoraciones de la Independencia en el emblemático año de 1867: “… la libertad necesita mártires: su sangre debe caer como rocío benéfico sobre la tierra, y de su sepulcro deben brotar los laureles, a cuya sombra los pueblos emancipados o redimidos escriban tranquilamente sus instituciones…”[2]

De este modo, y tal como ya lo ha resaltado Jaime Cuadriello, la trascendencia de la figura del héroe radica en que además de servir de puente emotivo entre el sujeto y su “patria” o “nación”, a ellos suele atribuirse la paternidad de sus tradiciones, normas y sistemas jurídicos y de gobierno. Así, aunque su condición resulte mudable y acomodaticia en relación a quien los use para transmitir sus propios mensajes, resultan también necesarios pues en su figura “se catalizan las autoproyecciones sociales y políticas, de clase o raza, de género o edad, de todos aquellos que se dicen sus herederos.”[3]

En el por demás caótico siglo XIX, etapa de crítico intervencionismo y lucha contra las ambiciones extranjeras, su figura resultó imprescindible para la conformación del imaginario nacional mexicano pues provocaban una devoción religiosa de fácil arraigo, convocaban a la defensa y al patriotismo y se convirtieron en el vínculo entre un pasado mitificado y el futuro idealizado. A pesar de la pretendida paz alcanzada durante el porfiriato, esta necesidad no mermó pues entonces se hizo urgente vincular al presidente con los antiguos defensores de la patria en aras de validar la continuación de su mandato. Como ejemplo de lo anterior tenemos el inusitado furor que se dio, sobre todo a finales de siglo, por localizar los restos y pertenencias de los próceres nacionales para su exhibición en público como reliquia y su traslado a otros lugares más dignos de su honra[4].

No obstante que desde finales del siglo XVIII algunos intelectuales criollos decidieron buscar en el pasado prehispánico el origen de nuestra historia, la consolidación de Cuauhtémoc como héroe nacional no se realizó sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, tras la guerra con los Estados Unidos en 1846. Fue entonces cuando su memoria se instaló en los debates acerca de la cuestión indígena y el futuro de la nación. Mientras que eminentes historiadores conservadores mexicanos como Lucas Alamán y Joaquín García Icazbalceta o norteamericanos como W. Prescott, consideraron la Conquista como el gran acontecimiento originario del Nuevo Mundo, atribuyendo a Cortés su paternidad; para los historiadores liberales como Lorenzo Zavala, José María Luis Mora, Manuel Orozco y Berra o Ignacio Manuel Altamirano, Cuauhtémoc podía ser considerado como el impecable guardián del México prehispánico, el “defensor de la patria antigua” y su tortura y muerte debía ser comprendida como la máxima expresión de los abusos del sistema colonial.[5] De este modo, mientras que los conservadores iban dando forma a su propio panteón de héroes nacionales con Cortés e Iturbide a la cabeza, los liberales hacían lo propio pero enalteciendo a Cuauhtémoc, Hidalgo y Morelos como los nuevos mártires laicos.

Tras la expulsión de las tropas francesas del territorio y el fusilamiento de Maximiliano, una vez restaurada la República por los liberales, se erigió el primer monumento público a Cuauhtémoc, obra del escultor Manuel Islas. Fue inaugurado el día 13 de agosto de 1869, justo en el aniversario de la caída de Tenochtitlan, por el entonces presidente Benito Juárez, quien ya había hecho pública su identificación con el tlatoani[6]. Se ubicó en el paseo de la Viga, la principal arteria de la ciudad que conectaba la zona sur con su corazón y que con sus chinampas evocaba el México prehispánico. La importancia otorgada a esta obra pública pudo constatarse desde su fastuosa inauguración a la que asistieron, además del presidente, todo el gabinete, el gobernador y los miembros del ayuntamiento. En los costados de la base del busto podía leerse, en español y náhuatl: Al último monarca azteca, a Guauctimoctzin, heroico en la defensa de la Patria, sublime en el martirio.[7] Este monumento, que servía como homenaje a los soldados caídos durante las reyertas contra franceses y norteamericanos, mitificaba y santificaba al héroe, invitando al patriotismo, a la unidad nacional y a la defensa a ultranza del país[8]. El mensaje bilingüe en el pedestal pretendía validar al gobierno republicano y liberal como el heredero político del antiguo régimen prehispánico (que al igual que él había combatido a las potencias extranjeras) y el unificador de los intereses de la población.


 

 

De este modo, desde este primer homenaje público a Cuauhtémoc, se enarboló su figura como el símbolo de la soberanía y de la resistencia popular ante la amenaza extranjera y por ello su culto fue respaldado por el grueso de los liberales quienes tendieron a contrastar su persona con la de Moctezuma a quien se responsabilizaba de la Conquista a causa de su superstición y cobardía (defectos que muchos imputaban a la “raza” indígena y que eran condenados como vicios imperdonables).[9]

La imagen y alterado recuerdo del tlatoani fue propagándose en múltiples soportes, tal como sucedió en las biografías que Manuel Payno o Eduardo Gallo le hicieran, respectivamente, para El Libro Rojo de 1871 o los Hombres ilustres mexicanos publicada entre 1873 y 1875; ambos libros, resultado de las nuevas hagiografías con que se dotó al estado de próceres republicanos. En sus ilustraciones se difundía el protagonismo de Cuauhtémoc en la lucha y el martirio en las escenas de batalla y tormento.

                



Su figura pronto se identificó como la del primer mártir defensor de la soberanía y como tal fue la primera que se realizó expresamente para adornar el paseo de la Reforma, el gran mausoleo histórico programado para celebrar la memoria de aquellos que con su vida habían defendido la “soberanía nacional”[10]. El monumento a Cuauhtémoc, cuya escultura fue realizada por Miguel Noreña, es el resultado de un concurso convocado en 1877 por las autoridades mexicanas encabezadas por Porfirio Díaz y Vicente Riva Palacio que tenían pensado hacer de la avenida una gran galería de próceres que aportaran los referentes visuales de la gran gesta nacional. En ciertos puntos del trayecto se proyectó levantar diferentes esculturas que servirían como monumento a los héroes considerados emblemáticos de cada batalla y como altares conmemorativos a la patria. Como principal personaje representativo de la época prehispánica, aquel que después del reciclado Colón abría el recorrido, se eligió a Cuauhtémoc por las virtudes de valentía, constancia, nobleza y estoicismo necesarias para su ardua defensa del “México antiguo”[11]. No es mi intención analizar aquí los pormenores y resultados del concurso ni hacer un análisis iconográfico del monumento[12], pero sí destacar que su inauguración se fijó para el día 21 de agosto de 1887, fecha ominosa que pretendía recordar su tormento –cuya escena, junto con la de la presentación de Cortés (obras de Gabriel Guerra y del mismo Noreña respectivamente), se plasmó en los paneles del pedestal. Ello a pesar de la crítica de algunos que, como Francisco Sosa, señalaron esto como un contrasentido: hacer una apología del martirio[13]. El ensalzar el carácter sacrificial del héroe puede ser interpretado como una convocatoria a la unidad nacional por parte de las autoridades y como una exigencia a los ciudadanos para reforzar su compromiso y lealtad ilimitada con la nación a pesar del sufrimiento y la muerte. La obra en su conjunto, al oponer la valentía del vencido a la avaricia e indecencia del vencedor, en los paneles de la base, también apelaba a las virtudes de virilidad y honorabilidad exigidas al ciudadano del caótico siglo XIX[14].


    




 

Además, como emblema de la patria, durante los festejos de inauguración, el presidente Díaz consolidó su identificación simbólica con Cuauhtémoc. Presidiendo la ceremonia en un trono o icpalli que recordaba al de los antiguos tlatoanis, escuchaba los poemas y discursos –en náhuatl y castellano- que alababan a Cuauhtémoc y sus aliados y en los que se ligaba su defensa de la patria a acontecimientos más recientes como la batalla de Cuautla de 1812, la de Chapultepec en 1847, la del 5 de mayo de 1862 o la que puso fin al interregno francés en México en 1867. Las arengas apelaban a la unidad nacional en torno a la figura del heroico presidente recordando los funestos acontecimientos que habían arrojado a la antigua “patria” a los puños del invasor extranjero.[15] En su discurso Alfredo Chavero recordaba emocionado:

Solamente [Cuauhtémoc] comprendía que había una patria común para todos y que todos debían perder; y al verse abandonado se resolvía, ya que triunfar no era posible, a sucumbir por esa patria ideal… Señor presidente, ha más de tres y media centurias que el gran Cuauhtemotzin caía en la ciudad de México en poder de Hernando Cortés, capitán del emperador austriaco Carlos V; y hace veinte años que, tras cruenta lucha con uno de los descendientes del mismo Carlos V, recobrabais para la patria la ciudad de México, y se os entregaban presos en el palacio nacional los soldados austriacos. Vos le habéis dado la revancha a Cuauhtémoc; de derecho os toca descubrir su estatua.[16]

La retórica enarbolaba a Díaz como el vengador de Cuauhtémoc y el redentor de la “antigua patria” mexicana. En la ceremonia, que pretendía reactivar la mítica resistencia, se proponía otorgar al entonces presidente una herencia ancestral cuasi divina, justo en el año en que se enmendó la constitución de 1857 para permitirle instalarse nuevamente en el poder, proclamándose, de este modo, el programa de un régimen autocrático. En la prensa de oposición se denunció esta manipulación con algunos cartones como el de Daniel Cabrera (Fígaro) quien en agosto de 1889 publicó su crítica en El Hijo del Ahuizonte en una estampa titulada Una fiesta para Cuauhtémoc.




La imagen del último tlatoani viajó, ya fuera en pintura o como copia de esta efigie, a diversas exposiciones universales (París 1889, Chicago 1893 y Río de Janeiro 1922) convirtiéndose, por un lado, en embajador distinguido del valor y honorabilidad del pueblo mexicano y, por otro, en el emblema de una patria singular, orgullosa de su heroico pasado comparable al de la cultura grecolatina. De hecho, como ya se ha señalado, el Cuauhtémoc de Reforma asemeja al dios latino de la guerra Marte lo que se evidencia por su postura clásica policletiana, su vestimenta en la que el copilli parece una capa romana y por sus armas: el casco sobre el que se yergue el penacho y la lanza que reemplazó la macana o el carcaj asociado con el salvajismo[17].

Los liberales porfirianos, influidos por la mestizofilia desarrollada a lo largo del siglo y, después, por las teorías evolucionistas, espencerianas y del darwinismo social en boga durante el porfiriato y que decretaban la superioridad de las razas blancas (sobre todo sajonas) sobre el resto[18], y en un claro afán de conciliar la herencia indígena con la occidental[19], vieron en Cuauhtémoc el símbolo viable y dicotómico del pasado indígena y del presente mestizo. Por ello, muchas de sus representaciones iconográficas y literarias prefirieron poner el énfasis en su blancura. En la biografía que Manuel Payno escribiera sobre el héroe en El libro Rojo (para cuya elaboración recurrió a Díaz del Castillo), con el fin de “ennoblecer” al taltoani, lo describió “gallardo, bien proporcionado”, con la piel “aterciopelada y más blanca que morena” y una “cabellera, negra como el ébano”, que hacían de él “el tipo perfecto y acabado de la raza noble del Nuevo Mundo[20]. Estas características fueron impresas en el monumento de Miguel Noreña que, aunque de bronce, dotó al héroe de una faz con rasgos más bien occidentales. Del mismo modo, en el lienzo que el pintor Joaquín Ramírez pintara para la exposición conmemorativa del 400 aniversario de la colonización americana realizado en Chicago en 1893, vemos a un Cuauhtémoc blanco, orgulloso e inquebrantable, enfrentado cara a cara al conquistador. En ambos casos, me parece, la figura del último tlatoani sirvió como emblema del mestizo redimido –valiente e inquebrantable- que, precisamente por ello, encarnaba al ancestro mítico del presidente Díaz quien, por cierto, también fue sufriendo esta mutación en sus retratos.

    
 
 
 


De este modo, su polivalente significado incluía no sólo el de ser emblema del pasado prehispánico sino también de la cultura y el pueblo mexicanos, del “orgullo” de los orígenes de la raza mestiza[21] y el derecho a la autonomía. En pintura, su vinculación con la patria se subrayó al relacionarlo con los colores de la bandera (tal como se ve en la pintura de Ramírez y en la de Izaguirre a continuación). Los liberales tendieron a trazar una línea continua entre él, Hidalgo, Juárez y el propio Díaz por su identificación con la patria y por su defensa a ultranza de los intereses nacionales en continua amenaza ante la codicia extranjera.

Tal fue el manoseo que sufrió la figura del tlatoani que en 1890 fue usado como patrono de una de las principales transnacionales mexicanas: la cervecería Cuauhtémoc. Su etiqueta, con la efigie del paseo de la Reforma, fue realizada justo en 1893 y una de las estrategias de mercadotecnia fue enviar una reducción del monumento a la feria de Chicago, la cual recibía al visitante acompañando dos lienzos sobre el calvario del tlatoani: la mencionada Rendición de Cuauhtémoc de Joaquín Ramírez y El Tormento de Cuauhtémoc de Leandro Izaguirre. Paradójicamente, Cuauhtémoc se tornó en un símbolo nacional proyectado internacionalmente cuya sintaxis se incorporó al lenguaje universal colonialista para expresar, a nivel semántico, la resistencia y negación de esa misma condición[22].

Sin duda, para el visitante del pabellón de México en Chicago podría resultar un tanto extraño esta dicotomía simbólica plasmada en el mismo héroe: por un lado orgullo de una patria singular, por el otro como logotipo de un producto comercial; por un lado el indígena atormentado y humillado pero inquebrantable, por el otro, el primer héroe mestizo mexicano.




La difusión de su imagen como representante de la nación, sin embargo, no estuvo exenta de polémica y así, mientras prominentes liberales como Ignacio Manuel Altamirano lo calificaban de “héroe sin mancilla”, algunos conservadores lo relacionaron con la barbarie y denunciaron su culto como producto de intereses masones, en honor y remembranza de la antigua adoración del maligno. Como ejemplo de ellos tenemos a Francisco G. Cosmes quien sostuvo en la prensa una acalorada polémica al respecto en 1894, declarando en uno de sus artículos titulado “¿Quién fue el padre de nuestra nacionalidad?”: “…si Cuauhtémoc no fue hijo de la nación mexicana propiamente dicha, si no fue mexicano, sino azteca, si ningún servicio prestó a la sociedad de que formamos parte los ciudadanos de esta República, no se explica cómo es llamado héroe de nuestra patria, mientras que el que dio el ser a esta patria [Cortés] se le consagra odio eterno”[23].

La controversia y confusión que causó su figura puede ser considerada como el producto de una nación que estaba en el proceso de construcción de una imagen, una identidad y una legitimación que la distinguiera del resto pero que, a la vez, la introdujera en el concierto de las naciones civilizadas.

 

 




[1] A pesar de que hacia finales de siglo XIX fueron ubicadas, al iniciar el recorrido, las esculturas de los tlatoanis aztecas Izcoatl y Ahuizotl (los que con el tiempo fueron llamados indios verdes), realizadas por Alejandro Casarín, éstas pronto fueron removidas y colocadas en el Paseo de la Viga debido a la amplia crítica de la época. Tras peregrinar por varios puntos de la ciudad, hoy se encuentran en el Jardín del Mestizaje en la avenida Insurgentes.
[2] Versión del discurso publicado en El Monitor Republicano, en septiembre 20 de 1867. Tomado en José Ortiz Monasterio, México eternamente. Vicente Riva Palacio ante la escritura de la historia, México, FCE - Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2004,  p. 131. Tal como lo señala este autor: “Esta visto que las instituciones republicanas que Riva defiende con tanto ardimiento no pueden prescindir del lenguaje teológico y la historia de México viene a ser a fin de cuentas otra historia de “redención”, que encaja perfectamente con la idea del mundo de sus oyentes, netamente religiosa.”, p. 143.
[3] Jaime Cuadriello, “Para visualizar al héroe: mito, pacto y fundación”, en El éxodo mexicano. Los héroes en la mira del arte, México, MUNAL-UNAM, 2010, ps. 39 - 41.
[4] Se pueden buscar algunos ejemplos de esto en Josefina García Quintana, Cuauhtémoc en el siglo XIX, México, UNAM, 1977, ps. 13-15.
[5] Andrés Iduarte, “Cortés y Cuauhtémoc: hispanismo e indigenismo” en El ensayo mexicano moderno, t. 2, José Luis Martínez (ed.), México, Fondo de Cultura Económica, 1984, ps. 268-280.
[6] Desde 1867, para justificar su decisión de ejecutar a Maximiliano, alegó la reivindicación del Anahuac, considerándose él mismo como el legítimo heredero de “mi progenitor Cuatimoctzin” declarando: “heredamos la nacionalidad aboriginal de los aztecas, y con pleno goce de ella, no reconocemos ni soberanos, ni jueces, ni árbitros extraños.” Manuel Orozco y Berra, Apuntes para la historia de la geografía en México, citado en Enrique Florescano, Etnia, estado y nación, México, Taurus, 1996, p. 382.
[7] Daniel Schávelzon, “El primer monumento a Cuauhtémoc”, en La polémica del arte nacional en México 1850-1910, México, FCE, 1988,  p. 109.
[8] Esta lectura trágica del tlatoani lo acerca afectivamente pues tal y como lo apunta José Ortiz Monasterio: “Cuauhtémoc es un héroe trágico, que heredó el trono cuando ya todo estaba virtualmente perdido, pero aún así se dispuso a defender a su pueblo, a su familia, a su mujer, de los terribles invasores; la grandeza de Cuauhtémoc consiste en que peleó del lado de los débiles y esta postura ética nos afecta hasta la fecha.”, México eternamente…, op. cit., p. 85.
[9] Fausto Ramírez da cuenta de cómo en la Academia, los cuadros finiseculares sobre Moctezuma aludían a esta condición. Vid., “México a través de los siglos (1881-1910): la pintura de historia durante el porfiriato” en Los pinceles de la historia. La fabricación del estado, 1864-1910, México, MUNAL-BANAMEX-UNAM-IIE-CONACULTA, 2003, pp. 127-128.
[10] A pesar de que cuando se inauguró la escultura ya existían en el paseo la del caballito y la de Colón, estas no se realizaron como parte del conjunto, simplemente se respetó el lugar donde las encontró el porfiriato. El proyecto original contemplaba realizar en el paseo: las estatuas de Izcóatl y Ahuizótl (los conocidos como “indios verdes” que después transitarían por varios puntos de la ciudad hasta ubicarse actualmente en el jardín del mestizaje en Cantera e Insurgentes), el monumento a Cuauhtémoc, la columna de la independencia y otro monumento, no realizado, dedicado a los héroes de la Guerra de Reforma y de Intervención, considerada entonces como “la Segunda Independencia”. En ese mausoleo, precedidos por Zaragoza figurarían otros héroes entre los cuáles estaba proyectado el propio Díaz quien, así, se integraría al panteón de los héroes patrios. Aunque éste último no se realizó, a lo largo de la avenida fueron incluidas numerosas esculturas de héroes de la Independencia y la Reforma procedentes de los estados de la República. Para conocer la apasionante historia del Paseo de la Reforma pueden consultarse diferentes obras como: Carlos Martínez Assad, La patria en el paseo de la Reforma, México, FCE, 2005; Angélica Velásquez Guadarrama, “La Historia patria en el paseo de la Reforma. La propuesta de Francisco Sosa y la Consolidación del Estado en el Pofiriato”, en Arte, historia e identidad en América. Visiones compartidas, T II, México, UNAM, XVII Coloquio Internacional de Historia del Arte, 1994 y Patricia Pérez Walters, “La historia en bronce del Paseo de la Reforma”, en Historia del Paseo de la Reforma, México, INBA, 1994.
[11] Aquí cabe resaltar que la devoción de Cuauhtémoc se encuentra estrechamente ligada a la masonería. Los masones yorkinos, en franca oposición con los escoceses, fomentaron una iconografía sectaria alrededor de las imágenes y símbolos aztecas, incluyendo a la figura del tlatoani y hacia el final de la centuria incluso empezaron a nombrar a sus hijos como Cuauhtémoc incorporando a este personaje dentro de su calendario festivo. Muchos líderes del movimiento de Reforma estuvieron activos en la orden incluyendo a Juárez, Ramírez y Altamirano, al tiempo que Díaz fue un devoto líder masón. Cristopher Fulton, “Cuauhtémoc awakened” en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, UNAM-IIE, n. 35, enero junio-2008, ps. 15-16, 37.
[12] Esto ya lo hizo de manera pormenorizada Citlali Salazar en El héroe vencido. El monumento a Cuauhtémoc (1877-19113), tesis de licenciatura en ciencias políticas y sociales, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, 2006.
[13] De hecho, ese día fue declarado desde entonces conmemorativo para el héroe y cada año se preparaban actividades en su honor.
[14] Citlali Salazar, “Cuauhtémoc. Raza, resistencia y territorios” en El Éxodo Mexicano. Los héroes en la mira del arte, op.cit., ps. 416, 419.
[15] Los encargados de recitar los discursos, escritos por Francisco Sosa, Eduardo del Valle y Amalio José Cabrera, fueron Alfredo Chavero y Francisco del Paso y Troncoso. Una amena síntesis de lo acontecido puede leerse en Citlali Salazar, El héroe vencido. El monumento a Cuauhtémoc., op. cit., pp. 12-20.
[16] Alfredo Chavero, et. al., Memorandum acerca de la solemne inauguración del monumento erigido en honor a Cuauhtémoc en la calzada de la Reforma de la ciudad de México, México, Imprenta de J. F. Jens, 1887, pp. 17-19, 39.
[17] Citlali Salazar, El héroe vencido… op. cit., pp. 123-124.
[18] Estas teorías, que tenían su origen en Europa y que pronto se difundieron en América, sostenían que la raza mejor dotada, más fuerte y más apta era la blanca. Los científicos mexicanos, sin embargo, apoyados en estudios antropométricos, sustentaron las teorías de la degeneración de las razas pero creían en su posible regeneración a partir de la mezcla y la educación. Para profundizar más sobre el tema vid. Beatriz Urías Horcasitas, Indígena y criminal. Interpretaciones del derecho y la antropología en México 1871-1921, México, Universidad Iberoamericana, 2000.
[19] El discurso reconciliador puede constatarse, por ejemplo, en el que es considerado el gran proyecto de historia oficial del porfiriato: el México a través de los siglos dirigida por Vicente Riva Palacio.
[20] Manuel Payno, “Cuauhtémoc”, en El Libro Rojo, México, COACULTA, 2006, p. 44.
[21] No sólo por su fisonomía. Vicente Riva Palacio, en su novela Martín Garatuza, proclamaba a Cuauhtémoc como el padre del primer mestizo al procrear con la hija de un conquistador. Así, era la mezcla de hombre indígena y mujer española (y no al revés como sucedía con Cortés y la Malinche) la que otorgaba a la nueva raza las virtudes heroicas necesarias para su legitimación.
[22] Una prueba más de su paradójica utilización fue el que en 1889 el vapor aviso usado para la represión de los mayas de Yucatán fuera bautizado con el nombre de Cuauhtémoc en un intento de validar la tiránica misión, Josefina García Quintana, Cuauhtémoc en el siglo XIX, op.cit. , p. 27.
[23] Para conocer esta controversia dirimida en la prensa vid. Aimer Granados, Debates sobre España. El hispanoamericanismo en México a finales del siglo XIX, México, El Colegio de México, Universidad Autónoma Metropolitana Cuajimalpa, 2010, (colección Ambas Orillas), pp. 237-247.