Manifiesto. Oscar Oramas.
Ogni pittore dipinge se.
Cosme
de Médicis.
Todo retrato que se pinta con sentimiento es
un retrato del artista, no del modelo.
Oscar
Wilde.
Un buen retrato me parece siempre como una
biografía dramatizada.
Charles
Baudelaire.
Reflectare: “enviar hacia
atrás”, “reflexionar/meditar”. Las “reflexiones” en el pensamiento y en el
espejo se designan con la misma palabra. El desdoblamiento
en el espejo (o en la imagen artística) crea en quien lo descubre, de un
momento a otro, extrañeza e inquietud. Porque ante la incertidumbre, ante la amenaza
que implica el desconocimiento de sí y de los otros, el ser humano busca en su
rostro, y también en el distinto, algo más que apariencia física. Ahí intenta
rastrear algún atisbo de la personalidad, el carácter o la sensibilidad propios
o ajenos.
El rostro,
expresión intensa del cuerpo y del alma (o para quien mejor quiera de la
psique, la mente o la conciencia), ha sido visto como el lugar en donde se
revela el ser verdadero; metonimia,
pues, de la persona. Y es que ésta en su integridad –exterior e interior- se
concentra, se condensa, se abrevia, se sugiere en la cara. Ahí se manifiestan
esencia y apariencia y por eso la famosa frase de Cicerón: “La cara es el
espejo del alma, y los ojos, sus delatores”.
Siguiendo esta
misma tradición Ortega y Gasset afirmó: “Nuestro cuerpo desnuda nuestra alma,
la anuncia y la va gritando por el mundo” mientras que Sartre en El ser y
la nada, declaró al cuerpo como “íntegramente psíquico” y totalmente
transparente: “Desde el primer encuentro, en efecto, el prójimo se da íntegra e
inmediatamente, sin velo ni misterio.” Por eso son tan inquietantes las
máscaras, por eso tan perturbadores los cuerpos sin rostro.
En su trabajo
más reciente, reunido en su Manifiesto, el
cubano Oscar Oramas se nos ofrece en una multitud de rostros, cuerpos y objetos
que transitan de lo real a lo onírico. En esta serie se filtra la indagación
que hace el autor sobre su propia identidad. En ella se nos revelan sus
intereses, gustos y preocupaciones pero también esas pulsiones de vida y muerte
que permiten al ser humano existir. En el rostro de “los otros”, en la
exploración de su mirada (penetrante, huidiza o carente), en la materialización
de sus obsesiones, Oramas se busca a sí mismo; tal es quizá, la indagación
propia del artista en su creación. Es por ello que todas las piezas de la serie
podrían ser consideradas un autorretrato. Y es que en las imágenes que
conforman Manifiesto se da una
especie de reflexión: ellas interrogan
y sirven como un espejo en el que tanto el autor como el espectador pueden
contemplarse, acción que detona el análisis. En el lienzo el pintor escudriña
en las tres personas del discurso: en el tú, el él y también en el yo. Un
ejercicio de autoexploración y autoconocimiento del yo a través del otro, de lo
otro.
Y es que a Oramas
el lienzo le sirve de espejo. Cuando éste era un objeto inusual, era
considerado mágico y fue dotado de una inmensa sabiduría moral. Vinculado a la
máxima socrática “conócete a ti mismo”, no sería visto como un vehículo para
conocer los rasgos físicos sino para entablar un diálogo interior. Por ello se
le relacionaba con la Sabiduría, la Prudencia y la Filosofía, tal como lo
demuestra la iconografía. Generador de la vida moral, de autoconocimiento, debería
ayudar al hombre a vencer sus vicios. El espejo mostraría simultáneamente
aquello que el hombre es y aquello que debería ser; remitiría a la reflexión, a
la especulación. Pronto, sin embargo, la tradición cristiana medieval comenzó a
relacionarlo también con una serie de vicios enraizados en la vanidad humana.
Aquel que adquiriera la costumbre de mirarse en él corría el peligro de
convertirse en orgulloso y ególatra. De ahí su inclusión en las alegorías de la
vanidad pero también en las imágenes de personajes como María Magdalena y en
las multirepresentadas vanitas. El
buen uso del espejo, según esta larga tradición cristiana, consistirá en verlo
como un instrumento de conocimiento interior, reflejo de una verdad
trascendente, jamás como un artilugio para deleitarse en la apariencia sensible
o en las veleidades de la carne. Por eso el Ricardo II de William Shakespeare,
en el momento de su deposición forzada, viendo que el espejo no le devolvía la
imagen de su sentir optó por tirarlo al suelo para romperlo en mil pedazos.
Sólo así éste podría devolverle una imagen convincente y satisfactoria de sí
mismo.
Como el
retrato de Dorian Grey, las imágenes creadas por Oramas tienen una fuerte
potencia especular. En ellas la esencia se torna apariencia que evita la
despersonalización, la cosificación y el anonimato diversificado en la
hipertrofia de la imagen publicitaria. Manifiesto parece nacer del
enfrentamiento y desencuentro del artista con su propio yo y, acto seguido, de
una búsqueda de autoconocimiento en la imagen multiplicada. Por ello resulta
tan inquietante. Este ejercicio invita a pensar la subjetividad y la alteridad
y a meditar sobre la identidad. Plantea múltiples preguntas, ofrece pocas
respuestas y revela esas honduras del alma que convulsionan.
Manifiesto juega con los múltiples:
múltiples materiales, soportes, estilos; múltiples ecos a algunos maestros que
han hecho del retrato una interrogación introspectiva: Durero, el Greco,
Rembrandt, Goya, Fuseli, Carriere, Van Gogh, Modigliani, Kokoshka, Schielle,
Baselitz, De Kooning, Bacon, Freud… múltiples tratamientos que inciden en la
descomposición, distorsión, explosión, disgregación y erosión de sus rostros y
cuerpos sobrepuestos, retorcidos, roídos, animalescos, atormentados, heridos,
apesadumbrados. Aderezando, una serie de
sofisticados dibujos de animales, objetos, genitales encarnan sueños y
pensamientos del artista e intensifican la tensión de eros y tánatos. Su alto
dominio del oficio se expresa en elementos lineales y diluidos que van y vienen
dialogando con gruesas superficies de denso impasto. En la serie de trabajos
aquí reunidos Oramas manifiesta su
pasión y el tormento que le produce la fragilidad de la existencia humana. Sus
líneas nerviosas, salvajemente ondulantes, son una prueba más de ello.
Licenciado en diseño por el Instituto
Superior de Diseño de la Habana, el cubano Oscar Oramas viaja a nuestro país en
1993 para estudiar la maestría en Artes Visuales en la Escuela Nacional de
Artes Plásticas, conocida tradicionalmente como San Carlos. Chilango por
residencia, cuenta en su currículum con un gran número de exposiciones
individuales y colectivas tanto en México como en Cuba, Estados Unidos y
España.