domingo, 21 de octubre de 2012

El Ángel de la Independencia, blasón de la Ciudad de México

Fotografía: Maru Herrera, 2012.
                                                                                         

Por Maru Herrera
 
Conocido como El Ángel de la Independencia, resulta que no es un ángel, sino Nike, la diosa griega de la victoria, pero como tiene alas, está en el cielo y  cubierta de oro,  así la llamamos los habitantes de la ciudad de México… "El Angelito" a veces.

Instalada arriba de una gran columna en el Paseo de la Reforma, ha pasado  a ser uno de los emblemas de la capital del país, imponiéndose al Ixtacihuatl y Popocatepet,  hacia la mitad del siglo pasado cuando la contaminación y el paisaje urbano los ocultaron, dejando a la ciudad y sus habitantes sin su imponente compañía antes perenne.




Así el Ángel fue lentamente ganando sitio en el imaginario colectivo hasta convertirse en el ángel de la guarda de los que habitamos la capital de la república, dándonos identidad e insignia. Posiblemente por ello  el Gobierno del D.F. ha tomado la alada y esbelta figura como su emblema, y su logotipo campea en sus haberes  materiales y comunicaciones oficiales, rivalizando en número con los casi nueve millones de “angelitos de la guarda” que custodian las espaldas capitalinas.




                             fotos.el universal.com.mx

Esta iconografía multiplicada es justo reflejo del sentir chilango en tanto, en un generalizado y poco orquestado acuerdo común, los capitalinos hemos convertido el recinto circular del aposento del  Ángel de la Independencia, en  el lugar de congregación, de expresión, de fiesta y protesta.

                              Foto:  Maru Herrera

El monumento de la Independencia, situado en el cruce de Paseo de la Reforma y Florencia-Río Tiber, se deja ver a lo lejos, por encima de todas los monumentos que erigió Porfirio Díaz con la “Intensión de convertir el Paseo de la Reforma en un eje artístico monumental que incluyera la materialización de los que se consideraban los principales sucesos históricos” del país. (Zárate, 2003: 426).
Diseñado por el arquitecto-ingeniero Antonio Rivas Mercado,  él mismo se hizo cargo de su construcción a lo largo de 10 años con un costo de  dos millones de pesos, muy elevado en su época. El conjunto monumental tiene una altura cercana a los 40 metros y está  integrado por una columna apoyada en un  basamento circular escalonado, en cuya cúspide reposa la escultura dorada de una mujer alada, alegoría clásica de la Victoria, quien porta una corona de laurel en una mano y una cadena rota en la otra (Martínez Assad, 2005: p  91-93).


                                    Foto: Maru Herrera, 2012

En la base del monumento se colocaron un conjunto escultórico precedido por Hidalgo, dos mujeres lo acompañan, una, la Patria, le ofrece un ramo de laurel y la otra, la Historia, escribe sobre un libro. Circundando la columna están las estatuas de Vicente Guerrero,  José María Morelos, Francisco Javier Mina y Nicolás Bravo y sentadas en pilastras salientes, descansan  las alegorías de la Guerra, la Justicia, la Ley y la Paz. Esculpidas  por el italiano Enrique Alciati, éstas últimas cuatro estatuas están hechas en bronce, mientras que las demás, en mármol de Carrara. También de bronce por abajo de Hidalgo, un gran león es conducido por un niño “que simboliza la  poderosa voluntad del pueblo” (Martínez Assad, 2005: p  71).

                       

                                    Inauguración del Monumento a la Independencia por Porfirio Díaz
                                           en las fiestas de Centenarioel 16 de Septiembre de 1910.
                                           (Casasola,SINAFO-INAH)


Inaugurada dentro de los festejos de celebración del Centenario de la Independencia en 1910, en una solemne ceremonia en la que se convocó a las altas personalidades del régimen y de la sociedad, las cuales asistieron el 16 de septiembre engalanadas y satisfechas.
 

 
 
El Ángel, centenario ya, ha sido el recinto preferido por el gobierno, la ciudadanía y las legaciones internacionales, para rendir homenaje al país.  
 
 
 
                                                                                   Guillermo de Landa y Escandón                                                                                                                    30 de Septiembre de 1910.  (Casasola,SINAFO-INAH)
 
 
La Independencia es “uno de los pilares constitutivos de la ritualidad patria” (Martínez Assad, 2005: p  13). Miguel Hidalgo considerado así mismo, como El Padre de la Patria es el personaje heroico más representado en la estatuaria nacional y “su figura se hizo indisociable del Monumento a la Independencia” (Idem: 53). Hacer una monumento  al Independencia había sido un antiguo proyecto de Antonio López de  Santa Anna, quien siendo presidente en 1843, ordenó su construcción en la  Plaza de la Constitución de la ciudad de México,  suspendida la obra solamente de ella quedó la base o “zócalo”, permaneciendo ahí durante muchos años, de dónde toma el nombre con el que se le conoce hasta la fecha a la plaza central de la capital de la República.
 
Martínez Assad, La Patria en el Paseo de la Reforma, pp 69.

 

El Ángel de Reforma, sufrió una fatal caída por un temblor ocurrido el 28 de julio 1957. La columna y el resto de las estatuas se mantuvieron en pie, pero el Ángel de siete toneladas con casi cuatro metros de alto, cayó y se quebró en varios pedazos, de los cuales se pudieron rescatar la mayor parte, no así la cabeza y un brazo que fueron esculpidos nuevamente por José María Fernández Urbina para recuperar esa insignia cuya ausencia pesaba en él ánimo capitalino. Así el 16 de septiembre de 1958, el presidente de la República, Adolfo Ruiz Cortines, hizo su segunda inauguración en solemne ceremonia.

                                     Foto: Maru Herrera, 2012.

Actualmente la cabeza anterior  está colocada en la entrada al Archivo Histórico de la ciudad de México,  la casona de los condes de Heras y Soto en el Centro Histórico, ahí reposa conservando su serena belleza e impactante dignidad.  Ese rostro ahora a la vista en corto, ha movido a la curiosidad y especulación,  Alciati no dio a conocer quien había sido su modelo, se dijo que alguna de las hijas de Antonio Rivas Mercado, pero el artista se llevó el secreto a la tumba. Sin embargo, en 1957, el tema cobro  interés y surgió una nueva versión dada por  Ernesta Robles, quien reveló, que su cara y sus piernas fueron los reproducidos en la estatua. Añadió, así mismo, que para entonces ella  tenía 23 años, ser oriunda del Estado de México,  trabajar como modista y  haber recibido tres pesos diarios por tal modelaje. (Martínez Assad, 2005: p  141).


Símbolo inequívoco de la ciudad de México, podemos encontrar la imagen de la columna de Independencia multiplicada en todo tipo de objetos, señalizaciones y publicidad, presencia amable que trae inevitablemente a la vigencia, aquella rogativa de nuestras infancias: “angelito de la guarda dulce compañía, no nos deja solos ni de noche ni de día”.



   Foto: Maru Herrera, 2012.

Fotografía: Maru Herrera, 2012.








  Foto: Maru Herrera, 2012.





Fotografía: Maru Herrera, 2012.




 Fotografía: Maru Herrera, 2012.


Fotografía: Maru Herrera, 2012.








Bibliografía.
Martínez Assad, Carlos, La Patria en el Paseo de la Reforma. México, FCE–UNAM, 2005, 252 pp.




Rodríguez Pérez, Claudia, “Y 100 años después un ángel llegó hasta arriba”, en Independencia de México: las otras historias, México, Palabra de Clío, 2009, pp 175-188.

Zárate Toscano, Verónica, “El papel de la escultura conmemorativa en el proceso de construcción nacional y su reflejo en la ciudad de México en el siglo XIX”, en Historia Mexicana, México, octubre diciembre, año LIII, Núm. 002, El Colegio de México, 2003, pp 417-446.





martes, 11 de septiembre de 2012

LA CIUDAD DE LAS FÁBRICAS Y EL MAGUEY. Modernidad y nacionalismo en El Cabrío de San Ángel de José María Velasco.

Marisol Pardo Cué.
 


El convulso siglo XIX trajo aparejado para nuestro país grandes cambios a nivel político, económico, social y cultural y un número importante de transformaciones en su fisonomía cuyos gérmenes pueden ubicarse en los reacomodos propios de la sociedad y en los anhelados procesos de modernización.
        

Una vez lograda la independencia de la corona española se fue desarrollando en nuestro país una incipiente industria que pretendía, por un lado, satisfacer, en cierta medida, el mercado que hasta entonces habían dominado los productos españoles y, por el otro, ir reemplazando a los talleres, obrajes y batanes de producción artesanal. Fue así como apareció la industria fabril textil que en comparación con el contexto latinoamericano tuvo un parto relativamente temprano (años treinta) y que pronto se convirtió en la principal industria de transformación teniendo como base la producción de tejidos de algodón baratos, de lana, hilaza e hilo. A pesar de que muchos de los capitales para la implantación de fábricas eran extranjeros (por el alto costo que representaba la importación de maquinaria y personal capacitado) desde temprano se evidenció la necesidad de proteger los productos nacionales por lo que se establecieron gravámenes a los paños importados que se transformarían en préstamos para fomentar el sector. Para tales fines se creó el Banco de Avío, a instancias del eminente político, empresario e historiador don Lucas Alamán, en 1830. Desde ese mismo año el impulso a la industria de hilados y tejidos fue contundente estableciéndose fábricas en la ciudad de México, Tlalnepantla, Puebla, Cuencamé, Tlaxcala, León, Celaya y Querétaro, extendiéndose la fiebre industrialista en los años siguientes a prácticamente toda la República. A pesar de las dificultades (necesidad de importar maquinaria y mano de obra, falta de carbón en la región, incipiente burguesía industrial y comunicación regional, etc…) la industria tuvo un desarrollo acelerado durante las primeras décadas de vida independiente pudiéndose contar 99 fábricas en el año de 1877. Como era de esperarse, por su cercanía con los centros financieros y de poder, la ciudad de México y sus alrededores fueron de las zonas más “favorecidas” por el sector.
        

Aunque algunas fábricas generaban la energía necesaria para su operación a partir de la tracción animal o la fuerza humana, generalmente se aprovechó el caudal de los ríos y su fuerza motriz hidráulica por lo que muchas fueron colocadas en sus márgenes. Fue por ello que, entre otras zonas del sur de la capital del país, Tizapán, uno de los once pueblos que formaban la cabecera municipal de San Ángel, se desarrolló como un núcleo fabril importante pues se veía beneficiado por los raudos caudales de una cascada del río Magdalena. Fue ahí donde se levantó, desde el siglo XVIII, la fábrica de papel Nuestra Señora de Loreto (después conocida como Loreto y Peña Pobre, ahora convertida en centro comercial) y, ya en el s. XIX, las célebres fábricas textiles La Abeja, La Alpina y La Hormiga, muy próximas entre sí.    

                              José María Velasco, El Cabrío de San Ángel, 1863,
                                    óleo sobre tela, 70 x 92 cms.
                                       Museo Nacional de Arte.



Resulta evidente que la introducción de estas factorías, con sus masivos edificios y sus elevadas chimeneas cambió la fisonomía en las periferias de las ciudades diseñándoles un perfil “más moderno” que muchos deseaban dar a conocer dentro y fuera de nuestras fronteras. José María Velasco, el gran paisajista del s. XIX, fue un gran promotor de esta imagen renovada de nuestro país. Son famosas, por ejemplo, sus pinturas de ferrocarriles penetrando o emergiendo de la selva mexicana o sus paisajes en los que combina la agreste vegetación con edificios fabriles modernos. Tal es el caso de este espléndido óleo titulado El Cabrío de San Ángel, realizado en 1863, donde precisamente puede observarse el masivo edificio que albergaba a la fábrica La Hormiga (ubicada en las inmediaciones de donde hoy se encuentra la clínica 8 del IMSS sobre la calle Río Magdalena), caracterizado por su chimenea, desplantarse sobre uno de los márgenes de la cascada del río, rodeada de imponentes árboles que compiten en monumentalidad con la construcción artificial.[i] En esta pintura, como será característico de la producción de Velasco, la creatividad se combina con la observación minuciosa y la majestuosidad converge con el tratamiento riguroso de los detalles (evidentes en ramas, hojas, rocas o personajes), develando el espíritu romántico y el conocido afán científico del autor. De este modo, en su obra se revela su formación académico-artística y sus estudios científicos sobre la fauna, la flora y la geología mexicanas pues anterior a su introducción a la Academia de San Carlos, Velasco estudió la carrera de agrimensor y nunca dejó de prepararse en diversas especialidades científicas. A nivel iconográfico merece la pena resaltar que, ocupando un primer plano y como contrapeso visual de los masivos muros, un enorme maguey, elemento de identidad geográfica, indica la ubicación de la escena mientras un pastor que guía a sus cabras incorpora la imagen bucólica de un México rural cediendo gentilmente territorio a la modernización.[ii]
 

Me parece importante señalar que ésta es una segunda versión de otra pintura realizada dos años antes:
                       José María Velasco, El Cabrío de San Ángel, 1863,
                                  óleo sobre tela, 70 x 92 cms.
                                      Museo Nacional de Arte.

 

A pesar de que en ambas, la posición del pintor y la manera en la que éste distribuye la composición es similar, resaltan a la vista, además de la divergencia en ciertos detalles en los que ahora no repararemos, algunas diferencias fundamentales: en esta primera composición el caudal del río es apenas visible mientras que las figuras del maguey, el pastor y las cabras simplemente no existen. Para entender tales diferencias y la introducción en el segundo cuadro de estos elementos tal vez valdría la pena recordar que en 1863 México, invadido por los franceses, vivía una regencia extranjera paralela al gobierno de Benito Juárez. Tal como se señaló cuando se trató el cuadro de Luis Coto La Fundación de México Tenochtitlan, del mismo año que la pintura que nos ocupa, ello provocó que en la Academia de San Carlos se promovieran los contenidos que proyectaban la imagen de una nación floreciente, de célebre historia y con una geografía particular. Dicha temática fue auspiciada, entre otros, por el profesor de paisaje Eugenio Landesio que entonces parecía querer restaurar su imagen de la acusación del gobierno juarista que lo acusaba de simpatizar con la intervención.
 

En esta pintura, al abrazar la sólida mole fabril en un ámbito silvestre reconocible, Velasco no solamente comunicaba al espectador los cambios que experimentaba la ciudad de México con la introducción de los avances tecnológicos, sino que en su contrastante encuentro entre tradición y modernidad pretendía expresar y difundir un incipiente orgullo nacionalista y su deseo de proyectar un México que se integraba al camino del desarrollo.
Valgan estas pequeñas notas como un humilde homenaje a José María Velasco (1840-1912), uno de los más grandes paisajistas que ha dado nuestro país, en el centésimo aniversario de su muerte.



                      



[i] Es probable que uno de los motivos por los que Velasco se interesó en retratar el mundo fabril textil sea el que provenía de una próspera familia de tejedores y que a muy corta edad, al quedar huérfano de padre, se vio obligado a laborar en el negocio de sus tíos: una rebocería en el mercado del Volador. No obstante, a partir de 1861 Velasco realizó varias excursiones a la zona de San Ángel que dieron origen a varias pinturas de la zona como Río San Ángel y Puente rústico de San Ángel, además de las arriba mencionadas.
[ii] En el s. XIX, por sus cultivos de flores y su agradable clima, Tizapán servía también de área de solaz para los habitantes de San Ángel quienes organizaban ahí sus días de campos. Gente de los más distintos estratos sociales convivía en Tizapán y muestra de ello son estas célebres notas que escribiera don Manuel Payno, célebre habitante de San Ángel: En las tardes paseamos a Chimalistac, o a Tizapán y al Cabrío. Las señoras en burro, los hombres a pie o a caballo, y los músicos atrás de la caravana, para improvisar un baile debajo del primer grupo de árboles que encontrasen al encumbrar la montaña. No hay para qué decir que los tamalitos cernidos, el atole de leche y los chongos son todavía el elemento indispensable de estos paseos, en los que el amor, con todos sus graciosos y multiplicados incidentes tomaba una parte activa; no pocos casamientos se concertaron en el Cabrío y en huertas frescas y floridas de Tizapán.”
Como documento pictórico de estos encuentros tenemos una lámina de Castro, Ramírez y Campillo  para el famoso álbum ilustrado México y sus alrededores en la cual los caballeros ayudan a las damas a transitar en la ribera del afluente.

                          

viernes, 24 de agosto de 2012

La Ciudad y sus Volcanes


EL IDILIO DE LOS VOLCANES



El Ixtaccíhuatl traza la figura yacente
de una mujer dormida bajo el sol.El Popocatépetl flamea en los siglos
como una apocalíptica visión;
y estos dos volcanes solemnes
tienen una historia de amor,
digna de ser cantada en las complicaciones
de una extraordinaria canción.
Ixtaccíhuatl -hace ya miles de años-
fue la princesa más parecida a una flor,
que en la tribu de los viejos caciques
del más gentil capitán se enamoró.
El padre augustamente abrió los labios
y díjole al capitán seductor
que si tornaba un día con la cabeza
del cacique enemigo clavada en su lanzón,
encontraría preparados, a un tiempo mismo,
el festín de su triunfo y el lecho de su amor.
Y Popocatépetl fuese a la guerra
con esta esperanza en el corazón,
domó las rebeldías de selvas obstinadas,
el motín de riscos al paso vencedor,
la osadía despeñada del torrente,
la asechanza de los pantanos en traición,
y contra cientos de cientos de soldados,
por años y más años gallardamente combatió.
Al fin tornó a la tribu y la cabeza
del cacique enemigo sangraba en su lanzón.
Halló el festín del triunfo preparado,
Pero no así el lecho de su amor;
En vez de lecho encontró el túmulo
en el que su novia dormida bajo el sol,
Esperaba en su frente el beso póstumo
de la boca que nunca en la vida besó.
Y Popocatépetl quebró en sus rodillas
el haz de flechas; y, en una sorda voz,
Conjuró las sombras de sus antepasados
contra las crueldades de su impasible dios.
Era la vida suya, muy suya,
porque contra la muerte la ganó.
Tenía el triunfo, la riqueza, el poderío;
pero no tenía el amor...
Entonces quiso que veinte mil esclavos
alzaran un gran túmulo ante el sol.
Amontonó diez cumbres
en una escalinata como de alucinación;
Tomó en sus brazos a la mujer amada,
y él mismo sobre el túmulo la colocó;
Luego encendió una antorcha y, para siempre,
quedóse en pie alumbrando el sarcófago de su dolor.
Duerme en paz, Ixtaccíhuatl; nunca los tiempos
borrarán los perfiles de tu casta expresión.
Vela en paz, Popocatépetl; nunca los huracanes
apagarán tu antorcha, eterna como el amor...


José Santos Chocano.




La ciudad de México instalada en un valle que comparte su nombre, está rodeada por elevaciones que la custodian y acompañan. Hacia el oriente, los volcanes Popocatepetl e Iztacihuatl, segundo y tercero más altos en el país, sobresalen en el paisaje, al menos lo hacían en la antigüedad cuando la visibilidad era posible.

Ambos volcanes están uno junto al otro, compartiendo su compañía desde tiempos remotos y para siempre, inspirando una leyenda que explica su forma y su actividad volcánica. La cumbre alargada del Iztacihuatl evoca la silueta de una mujer yerta; el Popocatepet se eleva hacia cielo. El uno es un volcán apagado, el otro en su actividad, pareciera estar encendido. La ensoñación de los viejos moradores del valle recreó en estos dos singulres volcanes una historia de amor, en la que una princesa muere de amor y su guerrero enamorado la lleva a la cumbre y queda junto ella con una antorcha prendida vigilándola.

Símbolos de la ciudad de México, el Popocatepetl y el Iztacihuatl han sido evocado por poetas y pintores y presentes en el imaginario colectivo de los que habitan en sus entornos. En este artículo les traemos el poema “El idilio de los volcanes” del peruano Salvador López Chocano que bien nos dice la leyenda. Así mismo, traemos algunas de las muchas pinturas que sobre estos soberbios volcanes se han hecho, presentes están:








  • Fotografía: Anel Pérez Herrera
  • Jesús Helguera (1910-1971)
  • José María Velasco (1910-1971)
  • Saturnino Herrán (1887-1918)
  • Dr. Atl es el seudónimo de Gerardo Murillo (1875-1964). 
Maru Herrera

lunes, 9 de julio de 2012

IMÁGENES PARA UNA NACIÓN. La recuperación de La fundación de México-Tenochtitlan en la Academia de San Carlos.

                                                                                                                                           Marisol Pardo Cué
Luis Coto (1830-1891)

La fundación de México-Tenochtitlan

1863
Óleo sobre tela
158 x 221 cm.
Erzherzog Franz Ferdinand Museum, Castillo de Artstetten, Austria.


Una amplia vista del lago de Texcoco con sus chinampas y agreste vegetación se extiende limitada en el horizonte por una serranía apenas visible que, amenazada por un cielo denso forrado de cúmulos blancos, parece emerger directamente de las aguas.

            En primer plano, sobre la parte izquierda de la escena, dos indígenas semidesnudos, vestidos de maxtlatl y copilli, portan bastones de mando por lo que pudieran ser identificados con tlatoanis-sacerdotes (tal vez Tenoch y Mexitzin). Ambos caminan cobijados por un inmenso árbol de espesa fronda. Uno de ellos apunta hacia el águila que, en un islote contiguo, se posa majestuosa levantando las alas sobre un gran tunal sometiendo a la serpiente que le servirá de alimento.

            Esta escena, elegida para ser representada en la primera pintura de tema histórico en la Academia de San Carlos, fue realizada por Luis Coto Maldonado en 1863. Por ella obtuvo el primer premio en el recién estrenado rubro de “paisaje histórico”.

            La historia representada, la fundación de México Tenochtitlan, había sido consignada desde antiguo en algunos códices y repetida por numerosos cronistas e historiadores posteriores. Según diversas fuentes, la gente que ocupó Tenochtitlan provenía de un pueblo sometido de Aztlán (lugar de las garzas), en el septentrión mexicano, del que todavía se debate su ubicación. Después de un largo peregrinar, los aztecas, guiados por su dios Huitzilopochtli, habrían llegado al valle del Anáhuac que, sin embargo, ya estaba ocupado por otros pueblos también chichimecas que a su llegada los esclavizaron nuevamente. En 1323, después de un enfrentamiento con el señor de Culhuacán, huyeron al lago de Texcoco y se escondieron en islas cenagosas deshabitadas hasta que en 1325, en uno de los islotes del lago, vieron una señal prodigiosa prometida por su dios Huitzilopochtli como señal del sitio donde deberían asentarse para su futura adoración: el águila parada sobre un nopal devorando una serpiente.

            Pero, ¿qué significado tenía esta extraña visión? Según algunos historiadores, el origen de este símbolo, base de nuestro escudo nacional, se encuentra en una leyenda mexica alusiva a la lucha de Hutzilopochtli contra Cópil cuyos motivos han sido explicados de diferente manera. Para algunos Cópil sería el sobrino de Huitzilopochtli y buscaría vengarse de él por el supuesto abandono de su madre Malinaxóchitl; según otros Cópil sería hijo de Coyolxauqui, es decir, hermano de Huitzilopochtli a quien retaría porque, como recordaremos, éste arrojaría a su madre del templo provocando su muerte; otras versiones aseguran que Cópil era el hijo de Huitzilopochtli de quien se rebelaría exhortando al pueblo a abandonar el sueño de su padre y de ahí la batalla entre los dioses. A pesar de estas divergencias, todos los relatos coinciden en que el vencedor fue Huitzilopochtli quien sacrificaría a Cópil arrojando su corazón al lago. Éste habría caído sobre una piedra, de la cual brotaría un nopal símbolo del corazón de la víctima.

            Para el historiador Enrique Florescano este nopal estaría asociado al “árbol cósmico” que según los pueblos mesoamericanos conectaba, desde la tierra, al cielo con el inframundo evitando su fragmentación. Sobre este árbol generalmente era colocada un ave sagrada. Los aztecas llegados al valle de México se apropiarían de esta leyenda haciendo del árbol un nopal y del ave un águila mandando con ello el mensaje del inicio de una nueva era en la cual Tenochtitlan se colocaría a la cabeza de los pueblos sometidos. Por su parte, el águila, relacionada con Huitzilopchtli, devoraría a la serpiente como símbolo de la victoria de la tribu guerrera sobre los pueblos agrícolas sometidos. De este modo, el lugar donde se asentó el imperio mexica sería considerado un sitio sagrado.

            En su Crónica Mexicáyotl, Alvarado Tezozomoc cuenta que cuando los aztecas encontraron el lugar, el sacerdote Cuauhtlaquezqui exclamó:

Id a ved un nopal salvaje y allí tranquila, veréis un águila que está enhiesta. Allí come, allí se peina las plumas, y con eso quedará contento vuestro corazón: ¡allí está el corazón de Copil que tú fuiste a arrojar allá donde el agua hace giros y más giros! Pero allí donde vino a caer y habéis visto entre los peñascos, en aquella cueva entre cañas y juncias, ¡del corazón de Cópil ha brotado ese nopal salvaje! ¡Y allí estaremos y allí reinaremos: allí esperaremos y daremos encuentro a toda clase de gente! Nuestro pecho, nuestra cabeza, nuestras flechas, nuestros escudos, allí les haremos ver: a todos los que  nos rodean allí los conquistaremos! Aquí estará perdurable nuestra ciudad de Tenochtitlan! El sitio donde el águila grazna, en donde abre las alas; el sitio donde ella come y donde vuelan los peces, donde las serpientes van haciendo ruedos y silban. ¡Ese será México Tenochtitlan y muchas cosas han de suceder!

La imagen que materializaría este símbolo apareció desde la época prehispánica tal como lo demuestra el Teocalli de la guerra sagrada, monolito mexica realizado a principios del s. XVI que contiene en su reverso al águila parada sobre un nopal que nace de la tierra, Tlatecuhtli, representada con una figura con boca y dientes en medio del agua. Del pico del ave surge el atl-tlachinolli, o corriente doble, ideograma de la guerra. Aquí la imagen funcionaría como símbolo, más que como relato, de la fundación de México Tenochtitlan pues omite su hallazgo por los indios.
Durante la colonia, la imagen sería recurrentemente pintada por tlacuilos o pintores indígenas en algunos códices del siglo XVI como el Mendoza, Aubin, Durán o Ramírez.

                                             
            Códice Mendoza                                                                         Códice Aubin
     
                           Códice Durán                                                          Códice Ramírez     

            Llama la atención que mientras en el Códice Mendoza se suprime la figura de la serpiente en el Ramírez se sustituye por un pájaro. Recordemos que en muchos códices y crónicas que relataban el acontecimiento no se menciona a la víbora y algunas solo refieren que el águila está comiendo en el momento del encuentro.

            A todo lo largo del periodo colonial este símbolo fue utilizado o desechado conforme a los ideales y propósitos de las autoridades novohispanas, algunas de las cuales se apropiaron de él para vincularse al poderío de los aztecas y su imperio. De este modo el Ayuntamiento de la ciudad de México utilizó la imagen en sus sellos. También fue usada como herramienta propagandística y cohesionadora al imprimirse, por ejemplo, en los estandartes que los españoles enarbolaron para la conquista de Florida con el fin de lograr el apoyo de algunas comunidades mexicas a su causa.

            Sin embargo, a pesar de que el águila con la serpiente y el nopal se convirtió en una imagen relativamente familiar para muchos novohispanos, ésta sólo comenzó a funcionar como señal identitaria hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando los criollos reclamaron su derecho a gobernar la nación y ensalzaron a los pueblos prehispánicos como parte de un pasado heroico parecido al greco-latino europeo. Durante las luchas independentistas, el águila se convirtió en el sello de la Suprema Junta Nacional Americana de 1811 y José María Morelos la utilizó en el diseño de su bandera, lo que fue retomado, después, por Agustín de Iturbide, una vez consumada la independencia. La reapropiación del viejo símbolo de Huitzilopochtli y de la ciudad tenochca en el escudo de la bandera se debió a la urgencia de los insurgentes de desvincularse de su pasado colonial y reemplazarlo por uno mucho más glorioso y original.
           
           En el terreno artístico, el casi absoluto monopolio de la pintura religiosa hizo que las escasas representaciones laicas se replegaran al ámbito doméstico concentrándose casi exclusivamente en alegorías, retratos, bodegones y escenas costumbristas que en ciertas ocasiones consignaban algún acontecimiento (como la entrada de un virrey o el traslado de imágenes o reliquias). Los escasos pasajes de “historia patria” en pintura se restringían a retratar los episodios de la conquista en los que quedaba asentado cómo había caído el antiguo imperio, tras cruenta guerra y heroica resistencia, en manos de los españoles.

            En la Academia de Artes decimonónica el tema indígena solo apareció a mediados de la centuria y de forma marginal. En escultura, el maestro catalán Manuel Vilar realizó tres estatuas alusivas a la historia prehispánica: una de Moctezuma II (1850), otra de Tlahuciole (1851) y una más de La Malinche (1852). Desafortunadamente, y por motivos que aún no han sido del todo aclarados, el maestro no impulsó el desarrollo de dicha temática en sus alumnos hasta mucho después. Por otro lado, en pintura fue el artista Juan Cordero, pensionado en Italia por la Academia, quien por primera vez tocó el tema aunque en un cuadro que no puede considerarse en estricto sentido de historia prehispánica. En su espectacular Colón ante los reyes católicos de 1850, pintado en Italia pero mandado a la Academia como muestra de su excepcional talento, Cordero representó la presentación de algunos nativos americanos a los reyes católicos. 

A pesar de estos modestos preliminares, la inauguración plástica de las escenas de historia prehispánica del siglo XIX no sucedió sino hasta 1863 cuando el profesor italiano Eugenio Landesio propuso el tema de la fundación de México Tenochtitlan para ser presentada como motivo de concurso de pintura de “paisaje histórico”. Desafortunadamente, no tenemos mayor información sobre las bases y el desarrollo del certamen pero sí que el ganador fue don Luis Coto quien presentara la excepcional pieza que se mostró al principio del artículo.

La difusión del pretérito prehispánico en la academia debe verse como una de las tantas estrategias que utilizaron los dirigentes políticos en el s. XIX, una vez consumada la independencia, para afirmar lo “propio” y definir una identidad nacional que aglutinara ideológicamente a sus habitantes. Esta necesidad se hizo aún más apremiante debido a las desigualdades étnicas y sociales de la población, por la amenaza que representaban las ambiciones extranjeras y por la urgencia de presentar al exterior una imagen atractiva para atraer capitales e inversiones.  La construcción de una historia mítica, origen cuasi sagrado de la comunidad, y la edificación de la figura de sus héroes tenía como objetivo fomentar en la población el orgullo patrio, dar legitimidad a los nuevos gobiernos que ya no emanaban, como la corona, de “la gracia de Dios” y constituir ejemplos de amor nacional y virtudes cívicas.

Es evidente que estas necesidades se recrudecían en épocas de emergencia nacional, como la que se vivía en el país en el desventurado año en el que Luis Coto realizó la pintura. Desde inicios de 1863 el ejército francés fue ocupando paulatinamente algunos puntos estratégicos del país hasta llegar a la ciudad de México el 10 de junio donde se estableció una regencia paralela al gobierno de Benito Juárez que se había instalado provisionalmente en San Luis Potosí. A pesar de que las autoridades académicas tenían una filiación claramente conservadora, la incertidumbre ante la invasión debió de haber sido generalizada. Mexicanos y franceses se encontraban entonces gestionando el arribo de un monarca europeo para gobernar a la joven nación, situación que se concretaría en 1864 con la llegada de Maximiliano a México. Ante esta situación, el exiliado gobierno de Juárez tomó medidas en contra de todos los que en su momento, habían rehusado firmar una protesta contra la intervención extranjera. Entre los afectados estuvo Eugenio Landesio quien por su negativa fue destituido de su cargo, situación que quedó sin efecto por los avatares de la guerra de intervención. Estos preliminares tal vez ayuden a explicar La Fundación de México-Tenochtitlan como la necesidad que en México se tenía de reconocerse como una nación independiente, con una historia gloriosa y una fisonomía original y, también, como una estrategia del propio maestro de Luis Coto de mostrar su propio respeto y amor por el país.
     
            Maximiliano compró el cuadro en 1864 y tras su fusilamiento fue llevado al castillo de Artstetten. Años después el mismo Coto realizaría una copia que actualmente se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Toluca.

            La escena fue representada posteriormente en la Academia pero bajo otras circunstancias y de forma muy diferente. Ello nos dará motivo para seguir hablando sobre el tema en otra entrada.

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